Que todo aquél que crea en la reencarnación cierre los ojos y pida con fuerza que este hombre vuelva a nacer. Que nazca en alguno de los pueblos liberados por sus guerras. Que nazca niño en las calles de Bagdad, en Kabul. Que nazca incluso estadounidense en este hermoso mundo que ha dejado tras sus pies.
(A nadie se le desean cosas malas, diría mamá. Ni aún a los idiotas. Que renazca, sí, pero esta vez inteligente para que se aborrezca y tenga, aunque sea en otra vida, castigo. La mosca que hoy le vuela en la cabeza no tiene capacidad para entender lo que hizo).
Guacapedia
Toqué a su puerta y me abrió Felipe Calderón; me ofreció agua, café, un Martini. De tapete de baño, la ley. Con boletas del 2006 se seca uno las manos, y más.
Observé –mientras un ejército de gobernadores le hacían la cama, le cortaban las uñas y le estiraban la cara– que en su salón de té coloca las cabezas disecadas de las bestias que obtiene en su exitosas cacerías. Entre ellas estaba la mía. Y la de Usted.
Por lo menos apláudale porque deja votar a las mujeres y les permite andar por la calle sin velo. Démosle las gracias por darnos la libertad de un Congreso que no se le hinca al pasar (aunque lo haga en privado), y porque no manda apedrear a los infieles frente a multitudes.
Pero Usted no se salvará de su califato. Sus hijos y sus nietos fueron o irán a Harvard, a Yale, a Standford. Y luego volverán al país como secretarios de Estado. Así sucedió antes. Así son los políticos. Así sucederá otra vez.
Lo observé en un spot de tele y casi lloro. Hablaba de un Oaxaca que me conmueve, a pesar de que (o porque) no lo conozco: renovado, gota de miel. A verlo sonriente, en su oficina de madera, con sus manos al frente y erguido, pensé en el epitafio a Joaquín Pasos:
“Pero
recordadle cuando
tengáis puentes de concreto,
grandes turbinas,
tractores, plateados graneros,
buenos gobiernos”.
Si esa noche me lo encuentro en un callejón oscuro, no le habría temido. Nadie le temería después de ese spot. Un hombre como estos sólo se teme a sí mismo, me dije, en una noche cerrada. Sólo él sabe, y nadie más, quién es el asesino.
Hablen. Digan. Escriban. Defiéndanlo o reclámenle. Ódienlo o ámenlo. El Coronel Walter E. Kurtz ha dejado de escuchar, porque escribe desde la selva: “He visto un caracol. Se deslizaba por el filo de una navaja. Ese es mi sueño, más bien mi pesadilla: arrastrarme, deslizarme por todo el filo de una navaja de afeitar, y sobrevivir.”
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