Siempre fue muy complicado decir que no veo futbol. De niño y de grande. Pero más de grande. Cuando iba a la escuela primaria en Ciudad Juárez, los llanos estaban repletos de muchachos jugando beisbol. El soccer ni sus luces. Así era en el norte. Yo me arrimaba a los badíos con otras intenciones, sin embargo: llevaba una pala de madera, unos frascos con tapa y un pedazo de cartón delgado para cazar alacranes. Nadie me hacía bullying. Sabían que lo mío eran las alimañas y me dejaban en paz. Ellos a sus guantes de beis, yo a mis aventuras. Y si por algún motivo se armaban los partidos en la calle y estaba allí, alguien se compadecía y, aunque me escogieran al final, me colocaban de defensa. La hará de bulto, pensarían; pero me daban chance. Ahora se que a esos bultos les llaman “tronco”. Eso era yo: un tronco. No les explicaba que me valía un carajo; ni modo: asumía mi rol de tronco agradecido.
Pero de grande, las cosas han sido más complicadas. Por un lado, los juegos de futbol unen a los grupos de amigos. Nadie querrá invitar nunca a su casa a beber y comer, en sábado, a un neófito del futbol. No me quejo: de hecho, lo entiendo: yo pregunto todo y arruino la mañana-tarde-noche con mis comentarios idiotas. Y no es quedarse en silencio, porque eso tampoco funciona; los que no saben son troncos, también, cuando están callados. Estorban. Consumen chicharrones de harina y cerveza, ocupan un lugar, generan humo y CO2. Por eso, si alguien lo recuerda, me ofrezco para cocinar; me sumo gustoso a las cocinas de mis amigos y ayudo. Aclaro que no soy gay (porque ese es el estereotipo: no ve futbol y cocina: es gay). Me sumo con gusto pero si alguien me preguntara en ese momento qué querría estar haciendo, les diría con claridad que anhelaría ser parte de ese grupo de amigos sin tener que hablar o ver de futbol pero, si no se puede, pues lo que más querría es estar en casa. No hay alacranes en el DF pero están mis perros, mis libros, mi tele, mi cocina, mi música, el extraordinario -y siempre malentendido- silencio.
Por otro lado, los juegos de futbol alimentan la plática permanente. Me asombro cómo las parejas hablan de pelota, de que si “El Piojo” Herrera o “El Chicharito” o no se quién. Y para esas pláticas, que parecen naturales y nimias, se necesita un conocimiento acumulado que no tengo. Hace unos días -para explicarlo-, el editor de un grupo editorial hacía un sondeo entre escritores sobre su “selección ideal”. Reproduzco mi diálogo con él, vía DM de Twitter, modificando sólo lo necesario:
-Estimado, una consulta rápida para un ejercicio de la revista XXX: ¿Cuál ha sido tu selección mexicana favorita desde que lo recuerdas?
-Amigo querido, soy famoso porque de soy neófito del futbol. Nunca jugué. Nunca lo vi. Me acuerdo sólo de Pelé, un tal Cuéllar y Maradona. Bueno, y de algunos nuevos y famosos, por supuesto. Te fallo terriblemente, querido.
-Es usted maravilloso, maestro Páez. Alentador que recuerde a Cuéllar. Gran abrazo! -Me respondió, correctísimo.
-Jajaja -dije yo. Qué más decía-. No se ría. Recuerdo su melena grande en la portada de la revista Proceso, que decía: “FALLARON”. Y nada más. Gran abrazo, querido.
No hay alacranes en el DF. Es una pena. Va uno levantando piedras en los llanos hasta que das con uno. Si no alborotas demasiado su entorno, se quedan quietos. Les pasas el cartón por debajo, tomando algo de tierra, y no se mueven. Luego colocas el frasco bocabajo sobre el cartón y ya está: el alacrán es tuyo. Ahora se necesitan moscas. Abres el frasco y se las echas. Las matan. Les pican. ¡Zas! Un movimiento rápido, exacto. Cuando metes chapulines es todavía más espectacular: los chapulines tienen unas patas traseras poderosísimas que les sirven de armas. Les dan de patadas. Un pleito bárbaro. Gran compañía, los alacranes; gran compañía, alacranes, chapulines y moscas.
Siempre fue muy complicado decir que no veo futbol, decía. De niño y de grande. Pero más de grande. No me quejo, pero cada cuatro años mi vida sufre pequeñas modificaciones. Pocos me llaman. Pocos me comparten su día, me cuentan qué hacen o me invitan a sus fiestas.
Cada cuatro años me recluyo en mi propia piedra. Me dejo atrapar por mí mismo, me meto a mi frasco. Y allí, en mi frasco con tapadera, mis perros, mis libros, mi tele, mi cocina, mi música y el extraordinario -y siempre malentendido- silencio esperamos a que lleguen los chapulines o las moscas. ¡Zas!, damos golpes exactos. ¡Zas!, decimos. Porque nunca nos escucharán gritar ¡goool!
-Alejandro Páez Varela
@paezvarela
¡¿Que no hay alacranes en el DF, maik?!
Salte tantito de tu tapadera, tus perros, tus libros, tu tele, tu cocina, tu música y el extraordinario -y siempre malentendido- silencio… y date una vuelta por Milpa Alta y otras zonas libres en la ciudad.
Have a great life!
RESPUESTA: No. Vivo muy a gusto con mi tapadera, tus perros, tus libros, tu tele, tu cocina, tu música y el extraordinario -y siempre malentendido- silencio.