Salí de casa porque los perros estaban volviéndose locos con el ruido de la banqueta, y vi que los vecinos corrían hacia la esquina que hacen las calles de Zamora y Juan Escutia, en la Condesa, en el DF.

Ya había varias patrullas allí. Caía la tarde pero las nubes oscurecían el cielo, haciendo que las torretas dieran la idea de que algo muy grave estaba sucediendo.

Regresé a casa. Dejé a los perros y tomé un paraguas y una libreta. Vicio de reportero, buscar y cargar la libreta aunque ni siquiera traiga pluma. Volví a la calle con ganas de conocer la verdad.

En esa esquina construyen una vecindad que venden a precio de oro sólo por estar a diez cuadras de un parque o a otras cinco una avenida arbolada. Han sacado toneladas y toneladas de tierra porque hacen un estacionamiento para decenas de autos. Y en su intento por obtener provecho de cada milímetro cuadrado, se olvidaron de que tienen vecinos.

El suelo se hundió. Hubo un derrumbe que dañó un edificio contiguo y que obligó a cerrar, hasta hoy, a varios negocios. Entre ellos mi peluquería.

Esos detalles lo conozco ahora.

En esos momentos iba a ciegas.

Doña A, que vive cerca de allí, ya estaba en la escena con uno de sus hijos. En cuanto me vio llegar corrió hacia mí.

–¡Llegó el licenciado! –dijo. Me dice “licenciado”. En los 1990, cuando trabajábamos en El Economista, todos nos decíamos “licenciados” y alguno que otro alcanzó el grado de doctor, como Rita Varela. Eran años del positivismo salinista; nos reíamos. Fuimos jóvenes.

–¡El licenciado! –la secundó alguien, y de inmediato se fueron hacia donde yo estaba.

Una pequeña bola de vecinos. Doña A tomó la palabra con naturalidad, como cuando me lee la lista de los pendientes en la casa: “Licenciado, falta pasta de dientes, y una escoba, y cloro, y los perros ladraron toda la tarde…” Esta vez el discurso de doña A, que suele ser inagotable, traía la nota.

–…Y como no les importa nada, licenciado, pues ya se hundió la tierra y seguro se va a caer el edificio de un lado…

Dale que dale doña A.

Noté a un hombre serio muy cerca de mí. Aguardaba su momento. Cuando doña A, que no suelta fácilmente el micrófono, hizo una pausa para respirar, entró él con voz doctoral.

–Mire, licenciado –me dijo–, mire: policías y policías. ¿Nos van a reprimir? ¿A eso vienen?

Después lanzó un discurso bárbaro sobre la represión y en contra de la presencia policiaca. Un ¡ya basta! con voz de Javier Sicilia que otros vecinos secundaron con comentarios fuertes, como: “Puro corrupto en la delegación”, o: “¡Que nos diga cuánto dinero recibieron por esta obra!”.

Ni manera de decir una palabra. En eso, se acercó un grupo de mujeres-policía a escuchar. El vecino se disculpó, al sentir la presencia policiaca: “…Y perdonen que esté algo tomado, pero estoy en mi derecho, ¿no, licenciado? O ya tampoco puedo beber…”.

Traté de decirle algo pero en eso retomó, ante la mirada cada vez más dura de las mujeres-policía, su discurso: “Esto no va a salir en Televisa ni en los periódicos porque ya tienen comprados a todos. Hasta al delegado…”, dijo.

Aproveché para preguntarle si vivía por allí.

–Pues claro –respondió, y se me acercó, retador. Otros vecinos también se acercaron comentando cosas entre ellos.

El hombre me dio con el dedo índice en el pecho dos, tres veces.

–Díganos de una vez de cuánto fue la mordida –me dijo.

–¡Sí, que diga! –dijo otro señor al que no había notado. Más chaparrito que él, traía un pedo rico, pero más notable.

–Díganos, licenciado –me insistió, y en eso intervino la autoridad.

–A ver, a ver –dijo la policía–, ya dejen al funcionario.

–Oiga, yo… –dije.

–¿Nos van a reprimir?

–Retírese, señor –respondió la agente, una niñota con cuerpo de policía y cara de buena persona.

–¡Díganos cuánto le dieron! –me insistió el señor. El señor también tenía cara de buena persona, honestamente.

Se hizo una pausa y pensé decirle que yo era otro vecino, y que a doña A le gusta decirme “licenciado”, pero pensé: este hombre va a ir a hacerme un platón afuera del departamento. Me quedé callado.

Unos goterones anunciaron el chubasco. Abrí el paraguas y se abrió sólo la mitad. Pinches paraguas del Metro, me dije. El señor abrió el suyo y parecía una carpa de circo que alcanzaba para varios, incluyendo al chaparrito que lo acompañaba.

Se acercó y me lo compartió con gusto. Nos encaminamos los tres a la banqueta sin que la mujer-policía dejara de observarlo entornando los ojos, como diciéndole: “Ándele, sígale y verá cómo le va. Desde acá lo estoy viendo”.

De doña A, ni sus luces. Allí me refugié un rato y la gente me veía. Seguro pensaba: “Pinche funcionario público no se merece ese paraguas”.

La lluvia arreció y calculé qué tan mojado llegaría yo sin paraguas a mi edificio. Muy mojado, me dije. Me valió. Salí corriendo en sentido contrario de las patrullas, la multitud y el hundimiento, y escuché en mis espaldas al vecino decir:

–¡Mírenlo! Ya se nos escapó. Nomás vienen a hacerse pendejos…

–Así son –dijo el otro, el más chaparrito.

De doña A, siempre en los mejores eventos de la colonia, nada.

Los perros me recibieron con fiesta en casa, como siempre. Me sequé con una toalla y encendí la tele. Nada en las noticias. Nada en Televisa ni en TV Azteca. Una notilla chafa en algún portal y ya. Pensé que el señor hacía lo mismo en su casa mientras se servía otra cuba. Alternaría el zapping con las mentadas de madre hacia mi persona, seguramente.

Hasta muy noche, Milenio TV difundió una nota. Yo buscaba dormir. Apenas la recuerdo.

A la mañana siguiente la calle estaba cerrada y el portero de mi edificio, al que le digo Cuco pero que no se llama Cuco y ni siquiera parece un Cuco, hablaba de funcionarios corruptos que permitieron esa obra. Un discurso muy parecido al de la noche anterior.

–¡Qué barbaridad! –le dije sin dudar un solo instante que algo de realidad había en sus palabras.

–Sí, licenciado. Eso andan diciendo…

Me dice desde hace tiempo “licenciado”, gracias a doña A. Le pido que me diga Alejandro pero no puede.

–Pues qué país, Cuco –le dije, antes de caminar hacia la bicicleta para irme al trabajo.

–Sí, licenciado –me contestó.