||| LA ESTRUCTURA DEL CAOS |||
POR EDUARDO ANTONIO PARRA

Escribir una novela ambientada en la urbe que se ha vuelto referencia mundial en lo que respecta a inseguridad parece tarea sencilla, pero entraña un alto grado de dificultad. El narrador debe distinguir entre la materia exclusiva de la nota roja y lo susceptible de ser llevado a la literatura, ahondando en los rasgos de los caracteres, en lo plástico del lenguaje y en los sucesos que oculten significados trascendentes para comprender una sociedad en un momento determinado y al hombre en su esencia atemporal. Si el argumento gira en torno a la violencia omnipresente que oprime a la urbe, es necesario que el escritor trace una estrategia narrativa, una estructura y los puntos de vista precisos para conseguir un reflejo fiel de las pasiones involucradas en su historia. Por si fuera poco, también deberá establecer distancia con lo narrado, de modo que el escrito no se contamine con los prejuicios e ideas preconcebidas inherentes a los testigos cercanos. Esta es la razón, quizá, de que hasta ahora en la narrativa mexicana casi no se hayan escrito novelas que aborden la situación de Ciudad Juárez: quienes viven ahí están demasiado cercanos a los sucesos y, quienes no, carecen de la experiencia para comprender el sentir de sus habitantes. Por ello habría que agradecer a Alejandro Páez Varela la publicación de Corazón de Kaláshnikov. El amor en los tiempo del narco, novela que nos lleva hacia atrás algunos años para –sin elaboración de teorías– mostrarnos, si no sus orígenes, sí los primeros tiempos de la violencia total en ese puerto fronterizo.
Entre el amor y la muerte, entre el eros y el tanatos, Corazón de Kalásnikov presenta sin tapujos desde el inicio el núcleo de su trama: la ejecución de una mujer en manos de un sicario que ni sabe a quién mata: llega, dispara, ve saltar la sangre, caer el cuerpo sin vida, y se retira de regreso a su casa, sin emoción, sin entusiasmo ni remordimientos; con sangre fría, eficacia y la satisfacción del deber cumplido. La víctima –de quien sólo sabemos el nombre: Jessica– ignora la causa de su ejecución, no conoce a su asesino y ni siquiera se da cuenta cuando muere: está viendo las noticias, suena el timbre, se levanta a abrir, mira un ramo de flores, escucha el disparo y se pierde en la nada. Así de fácil. Matar y morir en Ciudad Juárez, parece decirnos Alejandro Páez, es la cosa más banal del mundo. De hecho, la escena anterior no ocupa en el libro más de una página, pero es suficiente para introducirnos de golpe en el tema, en la atmósfera que perdurará a lo largo del relato, en el lenguaje parco, envolvente y obsesivo que marca el estilo, y en la estructura en espiral que, al final, se cierra en un círculo perfecto que anuda todas las líneas argumentales.
No es casual que Corazón de Kalásnikov inicie con una ejecución. Ni que la víctima sea una mujer. En los últimos lustros la leyenda negra de Juárez ha provocado que nadie, al oír de la urbe, evite pensar en feminicidios. Pero, a diferencia de la vida real, en las páginas siguientes del relato se narra, no sólo la historia de Jessica, sino la de quien la mató. Así, poco a poco nos enteramos de que la víctima fue amante de un narco menor, quien la abandonó para huir al otro lado con las ganancias de un cargamento propiedad del jefe, fue torturado y escapó de morir por milagro, se casó y tuvo hijos en un pueblo de Texas y, tras una tragedia, ha vuelto a la frontera para reintegrarse al cártel. Por otro lado, vemos cómo un hombre solitario, callado, sale a veces de su casa en un pueblo aledaño a Juárez y –con paso cansino y un arma entre las ropas– camina a la carretera para tomar el transporte que conduce a la ciudad, donde mata a alguien desconocido para ganar diez mil pesos. Ambos tienen historia propia, casi siempre triste, y llevan vida normal, hasta que algún chaca del narco decide meter las manos.
Violencia y cotidianidad. Vida y muerte. Audacia y miedo. Amor y barbarie. Binomios que dan consistencia a la novela, establecen la tensión que la anima y se constituyen en cifra de los personajes que deambulan por los capítulos. Tras la ejecución de Jessica, se nos muestran otras vidas que, de algún modo, suceden a las primeras sin estar imbricadas del todo. Alejandro Páez traza la estructura a la manera de los frescos donde los humanos se desenvuelven cada uno por su lado, aunque al final se relacionen debido al espacio y al contexto: un personaje lleva a otro, un hecho violento conduce al siguiente, en una suerte de arboreación argumental que –si no fuera por la capacidad sintética del autor, su lenguaje conciso y su pericia para suprimir lo superfluo– hubiera necesitado el doble de páginas para contar la historia. Al dividir el libro en tres partes, Páez ubica las escenas centrales –las ejecuciones de Jessica, la del sicario Mario Giancana, y la de Juanita, una matrona de burdel–, y en torno a ellas desgrana en escenas concéntricas la historia de los demás involucrados hasta conformar una espiral cuyo sustento es la atmósfera caótica. Así, los personajes ensayan en derredor de estos “tres homicidios rectores” su danza de la muerte, dejándose envolver por la contraparte temática del relato: el amor.
En Corazón de Kaláshnikov víctimas y sicarios sufren por amor. Y es ese amor lo que, en cierto modo, diluye en ellos el miedo a la muerte al grado de volverla más banal. Cuando recibe el tiro en el ojo, Jessica piensa en las noticias que veía por televisión: una tragedia donde murieron tres niños en un pueblo texano, sin saber que se trata de los hijos del amor de su vida. Cuando tres asesinos entran a la celda de Mario Giancana armados con puntas, la víctima recuerda a su gran amor: la esposa de su antiguo patrón, a quien él dejó morir para quedarse con la viuda. Y Juanita, justo cuando se convierte en el número 250 de las estadísticas de los feminicidios, recuerda el amor de su abuela, la rarámuri que de niña la llevó a la frontera. El amor es, en sus diversas variantes, si no remedio para la violencia, al menos atenuante para contrarrestar su efecto.
Como en todo tríptico, hay segmentos de la historia que resultan más atractivos que otras. En lo que a este lector respecta, el más interesante es el tercero, cuyo título es el nombre de su protagonista, Juanita, arquetipo de las víctimas femeninas en la urbe: llegada de la sierra, sobrevive a duras penas niñez y pubertad, hasta que a los diecisiete es violada por tres turistas gringos. Tras su desgracia, la auxilian unas ficheras del Paraguay, por lo que se queda a trabajar ahí. Años después, en el tiempo presente del relato, la encontramos como matrona del burdel, protegiendo a una de sus pupilas de la ira de un narco, lo que le cuesta una sentencia de muerte. Es el personaje más denso. Su historia conmueve. Ha vencido las adversidades que presenta la frontera a las mujeres y, aunque esas mismas adversidades provocan su muerte, la enfrenta con valor: cuando los sicarios van por ella, no se achica ni se dobla:
A Juanita se la llevaron del Paraguay. Las chicas jamás olvidarán su rostro firme y su actitud: ya en la puerta la empujaron y ella se volteó y abofeteó con fuerza al que estaba detrás. Le gritó: “¡Hoy me muero, pendejo! Me tratas con dignidad, ¿oíste? Créeme: eso, la dignidad, eso es lo único que te va a importar cuando sepas que ya no vuelves, ¿entiendes, pendejo? ¿Entiendes lo que te digo?”
Difícil hallar un modo más contundente de cerrar una novela cuyo tema central es la muerte. Pero, no contento con ello, el autor recurre al consuelo de la fantasía y nos muestra lo que sucede tras la ejecución, cuando Juanita retorna en espíritu a su querencia, para convertirse en un espectro que habita el Paraguay.
Alejandro Páez escribe con soltura y fluidez, con trazos rápidos y precisos. Las escenas circulares que narran vida y muerte de los personajes se extienden buscando abarcar por completo la violenta cotidianidad de Ciudad Juárez. Narcos, policías, periodistas, prostitutas, malvivientes, mariguaneros de barrio, muleros, parqueros, migrantes, indígenas, políticos, sicarios, comerciantes, víctimas o victimarios, todos desfilan por las páginas hasta configurar el rostro oscuro, subterráneo, de la urbe en los últimos años del siglo. Y, aunque lo narrado es terrible, hay en el relato un tono de nostalgia por ese tiempo en que lo peor aún estaba por llegar. Por eso, entre líneas se advierten severas críticas para quienes, con indiferencia o ineficacia, hicieron posible la debacle actual: quienes se desentendieron de las víctimas femeninas o toleraron el boom del narcotráfico o, por hambre o ambición, se alistaron en sus filas.
En Corazón de Kaláshnikov Alejandro Páez Varela aprovecha, por partida doble, su experiencia como periodista al tanto de los hechos transformado en narrador que estructura el caos en una trama novedosa, bien articulada; y como juarense que vive fuera de la urbe, es decir, con perspectiva para distanciarse de lo sucedido y transformarlo en narrativa. Ha escrito una novela de tintes muy oscuros que, al abordar una realidad que parecía inabordable, abre un camino que seguro muchos habrán de transitar tras él.
Alejandro Páez Varela. Corazón de Kaláshnikov. El amor en los tiempos del narco. México. Planeta 2009. 141 pp.