Este día observé pedazos de mí en una charola metálica; eran sangre, piel, grasa, carne. El médico se lavó las manos; la enfermera se escapó y dejó el batido deplorable a un lado del cubo de la basura, y lo observé. Dije: aquí también estoy yo. Dije: debería darle sepultura a estos despojos porque no puedo garantizar una sepultura digna para lo que resta. Y ya lejos del consultorio pensé en cómo volveré, cuando vuelva a casa. Hace 20 años que me fui y me quedan menos muelas, menos risa, menos piel, menos cabello, menos llanto, menos tumores, menos ganas. Me queda menos fuerza, también. Queda menos de mí.
Cuando vuelva a casa procuraré quitarme los zapatos para no enlodar el piso; me tiraré en la sala con la ropa limpia porque los sillones se ensucian con facilidad; abandonaré la fea costumbre de tomar la leche del pico o dejar la jarra del agua fría afuera del refrigerador. Saludaré si hay invitados. No me encerraré en los audífonos ni pondré discos a todo volumen para que se escuchen mientas me baño (y que no se escuche lo que hago cuando hago como que me baño).
Cuando vuelva a casa regaré la higuera, el nogal que sembramos papá y yo y las parras que se llenan de uvas en el verano (y que tapizan mi otoño de mosto). Contestaré el teléfono aunque no esté esperando una llamada, bajaré los pies de la silla, seré tolerante con mi tía enferma e iré al supermercado con mamá aunque no sea el de la esquina sino el del centro, donde los precios son más bajos y con los mismos billetes se compra más; somos muchos hermanos; debemos contener el gasto.
Cuando vuelva a casa procuraré no soñar con ser periodista, o escritor, o músico, o Fantomas, o Kalimán, o camarada Lenin (entiende –me convenceré–, no sirve de nada): veré la cara de mi suerte y le diré que haga de mí lo que quiera pero que no me deje vivir tanto por ese tanto que no quiero ver. Tenderé la cama, ahogaré los fantasmas del clóset, esconderé bien mis revistas con chicas que enseñan los senos, subiré el asiento del baño para no orinarlo y si por casualidad anda mi abuelo por allí, le diré te quiero, te quiero, te quiero, antes de que empiece a borrárseme de la memoria.
Cuando vuelva a casa buscaré una guía para entender el futbol y otra para saber por qué no puedo quitarme los lentes como Supermán y tomar de la cintura a esa niña que me mira al pasar y que hace que sienta calientes la cara y la nuca. No arrastraré los pies en la alfombra, no me esconderé tras las cortinas del cuarto y procuraré tener amigos. Invitaré a mis vecinos a no morirse o desaparecer. Sacaré la basura antes del miércoles por la mañana. Le diré desde mi recámara al país que no se desmorone antes que cumpla los 100.
Cuando vuelva a casa sembraré las flores de mi funeral y usaré un machete para liberarnos de las yerbas: yerbas que crecen en un matrimonio viejo, yerbas que destruyen el jardín y el futuro de un adolescente, yerbas que convierten cualquier corazón en sangre, piel, grasa y carne de desecho.
Cuando vuelva a casa me quitaré los ojos para no ver la oscuridad. Andaré a tientas para enterarme a tiempo que la vida es el vacío.
Cuando vuelva a casa seré menos yo, quizás, no sé. A la mejor ya no estén mis viejos. A la mejor he perdido uno o más hermanos, como he perdido un tumor esta tarde que fui al médico y me sacaron podredumbre que era parte de mí.
Al paso que voy, para cuando vuelva a casa seré un pequeño tumor en vías de ser extirpado. Volveré como un hijo pródigo dado al traste, quizás, no sé.
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“El Presidente me oyó pero no me escuchó. Parece que no entendió, que está mal informado. No estamos contra el gobierno, es mala lectura”
–Javier Sicilia, 5 de mayo de 2011
“El Gobierno mexicano debe escuchar el clamor social”
–Amnistía Internacional, 4 de mayo de 2011
La guerra contra las drogas de Felipe Calderón ha desgastado a los mexicanos de manera excepcional. Por la guerra en sí, pero más por una ausencia de resultados que golpea el ánimo, que aniquila las ganas. Que no permite divisar el final del túnel. Yo creo que entre los más cansados debe estar el mismo presidente de México.
Ah, Calderón. Cuatro años y medio de lo mismo. Imagínense: Tener que organizar foros y foros cada dos o tres meses; cada vez que la lumbre toca la burbuja en la que vive. Asistir a ellos, plantarse frente a sus asistentes. Y luego ignorar lo que le dicen. Qué hartazgo. Foros y foros –organizados o no por él mismo– que le dicen lo mismo: La estrategia está equivocada; si no, ¿por qué 40 mil muertos, por qué los líderes de los cárteles siguen libres, por qué el consumo se mantiene elevado y por qué los civiles siguen pagado con su sangre por la inseguridad?
Qué cansado debe estar Calderón; harto. Tener qué organizar eventos para simular que escucha; soportar que le expliquen con peras, manzanas y sangre que la estrategia no funciona. Y tener que responder con los ojos cerrados y los oídos tapiados: “Dar marcha atrás significa empeorar las cosas”. Nadie le pide dar marcha atrás, dejar de pelear contra los criminales como es su obligación. Lo que sí se le plantea es revisar la estrategia. Pero él lo ignora. “Quieren que saque al Ejército de las calles”, responde. No, eso ya no se puede; eso era al principio; hacerlo hoy sería entregar el país a los criminales. Qué cansado: Foros, individuos, especialistas y ciudadanos le dicen otra cosa que él no oye. Le piden cambio de estrategia. Y su respuesta es la misma. Qué cansado le resultará hacerse el ciego, el sordo.
Los Pinos, 4 de mayo de 2011: “Tenemos que hacerlo [la guerra], porque es el único camino para vivir en libertad. Ningún gobierno debe hacerse de la vista gorda. Eso fue, precisamente, lo que nos llevó a la situación que hoy vivimos. No es opción retirarse de la lucha. Al contrario. Hay que redoblar el esfuerzo, porque si dejamos de luchar, ellos van a secuestrar, a extorsionar y matar por todo el país. Porque dar marcha atrás significa empeorar las cosas. Si nos retiramos, vamos a dejar que gavillas de criminales anden impunemente en todas las calles de México, agrediendo a la gente, y sin que nadie los detenga”, dice Calderón.
Cuatro años y medio de lo mismo. Imagínense: Tener que organizarse mensajes oficiales en cadena nacional cada dos o tres meses; cada vez que la lumbre toca la burbuja en la que vive. Dar la cara, plantarse frente a los que lo escuchan atónitos. Tener que repetirnos una y otra vez un discurso salido del que no pone atención. Qué hartazgo. Mensajes y mensajes a nivel nacional –organizados por él mismo– frente a cuestionamientos que son los mismos siempre: Que la estrategia está equivocada, presidente; y si no, ¿por qué 40 mil muertos, por qué los líderes de los cárteles siguen libres, por qué el consumo se mantiene elevado y por qué los civiles siguen pagado con su sangre por la inseguridad? ¿Por qué no caen los empresarios y banqueros que lavan las ganancias del tráfico de drogas? ¿Por qué?
La guerra contra las drogas de Felipe Calderón ha desgastado a los mexicanos de manera excepcional. Yo creo que entre los más cansados debe estar el mismo presidente de México. Debe ser un ejercicio harto abrumador despertarse todos los días, ponerse tapones en los oídos y vendas en los ojos y aún así tener que salir a la calle. Deprimente. Depresivo. Cansado.
Cuando me lo imagino, me confirmo que un individuo como Felipe Calderón sólo puede sobrevivir a tanta presión encerrándose en una burbuja. Imagino su cápsula de confort, llena de incondicionales y mentirosos que le dirán, desde el desayuno: “Vamos bien, presidente”. “Los criminales quieren que acabe con la guerra; sígale, su estrategia funciona”. “Qué lección les da cada vez que habla, presidente”. “Lea aquí, vea Televisa y Azteca”. “Vamos ganando”.
Cuando lo imagino encerrado en su burbuja entiendo su necedad, su obcecación, su empecinamiento (que no justifico, por supuesto). Y entiendo por qué el presidente se ve cada vez más solo con su estrategia derrotada, vencida, inútil.
Artistas, intelectuales y periodistas dieron a conocer por las redes sociales una carta en la que urgen a los medios mexicanos a difundir el asesinato del hijo del escritor y periodista Javier Sicilia, ocurrido en Cuernavaca hace unos días. Denuncian “la inoperante estrategia diseñada por el gobierno de México para combatir el narcotráfico, así como del consecuente fracaso de una guerra cuya verdadera naturaleza se quiere ocultar a través de diversas maniobras, como la de bautizarla con eufemismos destinados a velar la realidad: lucha, combate, ofensiva y varios más”.
El asesinato en Cuernavaca de siete civiles, entre ellos el hijo del escritor y periodista Javier Sicilia, reivindicado por el cártel del Golfo en una nota hallada en el lugar de los hechos, es una expresión más de la inoperante estrategia diseñada por el gobierno de México para combatir el narcotráfico, así como del consecuente fracaso de una guerra cuya verdadera naturaleza se quiere ocultar a través de diversas maniobras, como la de bautizarla con eufemismos destinados a velar la realidad: lucha, combate, ofensiva y varios más. Como se ha vuelto costumbre, de inmediato se ha intentado identificar a las personas asesinadas como miembros de algún grupo de delincuentes. Dado que hace apenas un par de días numerosos medios del país, presididos por Televisa en un acto que se montó y transmitió como uno más de sus programas de entretenimiento, firmaron un convenio entre cuyos acuerdos está el de no referir “detalles” que representen algún tipo de publicidad que le haga el juego al crimen organizado, es probable que estos hechos no se divulguen, o que al hacerlo se escondan los datos que delatan lo que en última instancia constituyen: un acto de terrorismo enderezado contra la población civil. Esta palabra, terrorismo, asusta al gobierno federal, que ha decidido vetarla a toda costa. A la luz del antedicho pacto, es muy posible que periodistas y locutores opten por sumarse al veto a nombre de una supuesta defensa del bien común. Esta es una medida que colinda con la autocensura y que no beneficia al ciudadano de a pie, cuyas posibilidades de defenderse y tomar previsiones dependen del cabal conocimiento de las formas de operar de los criminales, así como de las consecuencias de una táctica de guerra diseñada sobre las rodillas y por lo tanto ineficiente. Hoy más que nunca es preciso que los ciudadanos de todo el país nos unamos a distintos niveles (gremiales, laborales, vecinales, etecétera) para denunciar hechos como el que aquí se menciona, pero también para exigir que se les de la difusión que merecen y que sean atendidos, por parte de las instituciones responsables, como lo que son: actos de violencia que las distintas organizaciones del narcotráfico empiezan a cometer en contra de la sociedad civil. Quienes firmamos esta carta, miembros de la comunidad intelectual y artística del país, demandamos la investigación y el esclarecimiento de los acontecimientos que aquí se mencionan.
–Firmas en proceso
POR LUIS HUMBERTO CROSTHWAITE
Por sugerencia de mi editora Verónica Flores, el periodista y compa Alejandro Páez Varela presentó mi libro Tijuana: crimen y olvido en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Esta vez me invito el para que presentara su libro No incluye baterías, editado por Cal y arena más o menos en las mismas fechas que Tusquets publicó el mío.
Esta es la presentación que leí el 23 de marzo en la casa del Refugio Citlaltépetl, en compañía de Alejandro, Julio Patán y Adriana Bernal y una bola de amigos.
* * *
Confieso que me dio gusto cuando mi editora, Verónica Flores, sugirió que Alejandro Páez Varela fuera presentador de mi libro en la FIL de Guadalajara. Me gustan las presentaciones porque tienen el potencial de convertirse en fiestas que terminan a deshoras con música, baile y un pastel de varios pisos.
Las presentaciones deben hacerse siempre entre amigos. Presentadores y público deben ser compadres, comparsa, porra y admiradores, deben derretirse en elogios y en abrazos, para eso es el reventón, para eso es el festejo. Quién quiere un presentador adusto que sólo se fije en los acentos? En ese caso no se llamarían presentadores sino árbitros o réferis. La presentación de un libro es una fiesta. El presentador no debe partir de la objetividad sino del dichoso gusto de estar en buena compañía. El libro es la quinceañera y tanto papá como padrino deben echar la casa por la ventana, así sea la casa del refugio.
No puedo decir que conozco a Alejandro desde la infancia. Me gustaría, eso sí. Me gustaría alardear de nuestros tiempos juntos en la primaria Joaquín Cosío o corriendo por la avenida Miguel Ángel Chávez de Ciudad Juárez. Me gustaría decir que Alexito llegaba sin avisar a casa de mi mamá, justo a la hora de la comida, y que yo me aparecía en su cocina justo cuando la señora Lupita le apagaba a la olla de frijoles. Pero no fue así, yo nací seis años antes que él y en otra ciudad. Y el que llegaba a mi casa para comer no era Alexito sino un niño que se llamaba Ricardo, y a quien le gustaba que le dijeran El Kirrus.
Sin embargo hay experiencias comunes, mucho más allá de las obvias o las que pudo imaginar Verónica Flores cuando sugirió que Alejandro presentara mi libro. Las obvias son obvias: Alejandro nació en Juárez, yo nací en Tijuana, ambas ciudades nos duelen por razones similares. Él es periodista, yo ejercí como columnista y editor en el gabacho. Mi libro es una novela sobre el dolor, el periodismo y las cicatrices que nos deja el narco, ¿quién mejor que AP para presentarlo? Verónica tenía razón. Esto se confirma en las primeras 50 páginas del libro No incluye baterías. Ciudad Juárez le duele a Alejandro, es una herida que trae en el pecho, que avasalla, que no suelta, que cicatriza porque la llaga no sabe otra cosa que crecer. Su discurso es el mío: la denuncia constante contra un presidente que se lanza a una guerra sin sentido, que nos perjudica a todos, que nos mata uno a uno sin tener un propósito. Un presidente chaparrito y peleonero que, como dice Elmer Mendoza, parece que no le pegaron cuando era chiquito. Los que nos peleamos en la primaria, los que nos lanzamos contra el más débil de la clase sólo para que nos metiera una tunda, sabemos que hay que pensarlo dos o tres veces antes de tirar el primer chingazo.
Juárez y Tijuana nos duelen porque hemos visto en lo que se han convertido. Su calles eran nuestros espacios para jugar, para vivir, para enamorarnos. Y ahora son las calles del horror, de la pérdida, del secuestro infame. Yo todavía veo a mi ciudad con la inocencia del niño miope que tropezaba debido a sus pies planos. Pero la veo también como el tipo maduro que no puede ignorar lo que sucede: las muertes, el abandono, la tortura, las desapariciones. Mis hijos no pueden vivir una ciudad de inocencia como la que yo disfruté porque los juegos se combinan con los encabezados, las caricaturas con los noticieros, los festejos con la muerte.
Hablo de mi dolor, pero también hablo del dolor de Alejandro, presente en este libro. Leo en su paginas denuncias pero también leo nostalgia y pérdida de inocencia. Y aquí es donde Verónica Flores no pudo adivinar las coincidencias: este libro de Alejandro es mi biografía y la de muchos otros que vivimos en la frontera. No importa que nací seis años antes, pareciera que sufrimos por las mismas novias y que nos golpearon los mismos grandulones. Me pregunto si Alejandro alguna vez, a sus 15 años, recibió un puñetazo en el rostro por parte del hermano de la novia con quien caminaba por la calle, tomado de la mano. Al suelo fueron a dar mis lentes y me pregunto si Alejandro, al igual que yo, se agachó para recogerlos, lentamente, se los puso y con una furia desconocida hasta entonces, regresó el puñetazo a la cara del hermano ocho años mayor, más fortudo y más atlético. Me pregunto eso, pero hay otras cosas que no es necesario preguntar: los otros niños se reían de nosotros porque no éramos iguales a ellos, porque no sabíamos patear o batear la pelota; éramos tímidos y nerdos, hermanos lelo, ángeles apaleados. En mi caso, mi condición de hijo único me impulsaba a buscar amigos que sólo me invitaban a jugar porque yo era dueño de un bat y dos guantes y siempre era el último al que escogían. En la escuela, ni burro ni inteligente, más bien solitario y cuatrojos, Alejandro desde su chaparritud, yo desde mi gigantismo. El más pequeño y el más grandulón sufriendo de la misma manera.
Y todo eso y muchas otras cosas vienen a salir en lo que escribimos. Nos vale madre no ser objetivos o científicos, escribimos desde el corazón nuestras anécdotas más personales, que si sus dos perros, que si mis gatos, que si sus amores traspapelados, que si mi jefecita chula. Escribimos desde el dolor, no sólo por el presente de nuestras ciudades sino porque nos duele la pinche vida en general (aunque creo que él la disfruta un poquito más que yo).
No incluye baterías es un libro personalísimo, recuento de los daños personales, los que uno ha causado o los que a uno le han provocado. Es un libro evocativo porque ahí están papá, mamá, hermanos y amigos como protagonistas. Es un libro durísimo porque Alejandro escribe con furia, con amor y un total encabronamiento por todo aquello que es injusto y ojete. Es un libro nostálgico porque ahí están nuestras ciudades chiquitas y nuestros recuerdos grandotes. Llevamos el norte como un blasón, donde quiera que nos paremos, somos nordakas impasibles. La frontera nos atraviesa con disgusto. Amamos y odiamos a los gringos. Nos agrada y encabrona el beisbol. Extrañamos los burritos de machaca, él de doña Lupe, yo de doña Aurora. Reconocemos la sensatez de las mujeres que nos abandonaron; agradecemos la ternura de las que aún están presentes. Tenemos el corazón parchado y nos ufanamos de ser un par de chillones desconsolados. El alcohol nos saca lágrimas pero también las películas cursis. Renegamos del presente pero no lo cambiaríamos. Nos quejamos del pasado pero nos regodeamos en nuestros recuerdos y en el charquito que la nostalgia forma a nuestro alrededor. Alejandro se rodea de amigos e invita cheves mientras que yo me alejo de la humanidad como si fuera el último que no quiere convertirse en rinoceronte. Alejandro ama a sus perros mientras que a mí me quita el sueño saber que mi sobrina próximamente tendrá uno en la casa. Alejandro y yo somos tan desiguales que nos parecemos demasiado, no sólo por las dioptrías y por el norte y por las ciudades jodidas y grandiosas en las que crecimos. Somos tan desiguales y nos parecemos porque, sin proponerlo ni esperarlo, pertenecemos a la misma cofradía de los corazones rotos. Rotos los nuestros y rotos los que hemos quebrado. El dolor, la nostalgia, el tango, el blues y Ozzy Osborne son nuestro común denominador.
Y nos une la escritura, por supuesto, esa vieja cabrona de la que no hemos podido divorciarnos.
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