¿Qué es amor a la Patria?, pregunta el video “Valores” difundido por el Ejército mexicano en Youtube (la verdad veo poca tele mexicana; no sé qué tanto se transmita allí). Y lo que se ve en las siguientes escenas es estremecedor: soldados que cargan féretros, coronas para oficiales muertos, guardias militares, madres que lloran, rostros duros y un redoble de tambores mientras en el fondo se escucha música de cuerdas de película de drama. “¿Qué es amor a la Patria? Saber que tu honor es más fuerte que tus enemigos”, dice en un segundo segmento el mismo video. Y luego soldados que gritan a México mientras aprietan el paso; otros que cargan niños; y helicópteros artillados, y los de tropa atendiendo a necesitados, instalando cocinas, ofreciendo servicios de salud: todas esas tareas que correspondían en el pasado al Ejército también, pero principalmente a las fuerzas civiles. “No es la fuerza la que nos hace diferentes”, dice el tercer mensaje; “es el amor a la patria”, y soldados corren armados con fusiles, vuelan con paracaídas y caminan en las sierras con camuflaje, en campaña. “Sólo ellos tienen el coraje”, dice, “para hacerlo bien hoy, para hacerlo bien mañana. Ese es su destino: el amor a la patria”. Son 3.33 segundos que estremecen.
Ya he escrito en el pasado que simpatizo con el Ejército mexicano aunque me opongo a la guerra de Felipe Calderón. A diferencia de casi cualquier ejército, lo tengo por escrito, no se forma de élites privilegiadas sino del pueblo sufrido, muchas veces sin opciones. También he dicho que por razones políticas y morales fue llevado a una guerra idiota sin que estuviera listo. Y sabemos las consecuencias.
No me gusta este México que veo, donde los valores están relacionados con el dolor, con la pólvora, con las armas. Eso es amor a la Patria, dicen. No me gusta este México que veo porque estoy convencido de que este país entró a una guerra cuando Felipe Calderón tenía la necesidad de legitimarse luego del proceso electoral del 2006, del que no sabemos si ganó por la buena o por la mala. No me gusta que “sólo ellos tienen el coraje”, los soldados –y sin un solo menosprecio a ellos, a los soldados–, porque muchos como usted y como yo tenemos la misma rabia para luchar por México desde nuestra trinchera civil, sin más tanques y balas que las ganas de salir adelante. Y no somos pocos. Y no somos menos.
No me gusta este México, perdónenme. No coincido por ese furor por los balazos que nos inyecta a diario Presidencia desde cualquier evento público o por televisión. No me gusta y no lo compro. Ese no es un país para dejar a los niños correr por las calles, llenar los parques, acudir a la escuela o al doctor. No es un país para sanar heridas: es uno que las abrirá, y serán más profundas.
Lo lamento, pero mi idea para un Siglo XXI mexicano era más educación y menos monopolios; más salud y menos persecución; más desarrollo y progreso y menos colgados y descabezados. Esa era mi idea.
Ahora tendrá que esperar, y sepa Dios por cuanto tiempo.
Con la información que dispongo –que es la de un lector ordinario–, puedo sentarme del lado de los que creen que Florence Cassez, condenada a 60 años de cárcel por secuestro, es culpable por lo menos de asociación delictuosa. Pero yo no soy perito ni especialista; tampoco soy juez ni abogado de alguna causa. Soy un observador y me puedo equivocar. Sólo recordaré que Israel Vallarta, asesino y plagiario confeso, jefe de la banda de “Los Zodiaco”, era novio de la polémica francesa; que ella disfrutaba, como puede verse en las fotos, del dinero obtenido de familias dolientes; que llevaba una buena vida en México (mejor que la que habría llevado en Francia) con dinero malo: autos, casas, vacaciones, restaurantes, viajes, etcétera.
Con la información que dispongo –la de un lector ordinario– también puedo decir que el gobierno de Francia tiene razón cuando denuncia irregularidades en el proceso que llevó a la condena de Cassez, y pide que le sea entregada. Siento que Nicolas Sarkozy y la familia hacen bien en pelear el traslado de la ciudadana francesa a su país “para que cumpla allá su condena” (ajá: la van a liberar en cuanto pise el aeropuerto de París), y también que varias organizaciones no gubernamentales se involucren para exigir un nuevo juicio.
En pocas palabras: creo que Florence Cassez es culpable de asociación delictuosa y posiblemente de secuestro, pero creo también que debe ser liberada porque no hubo un juicio justo ni un debido proceso, como se lo merece cualquier ciudadano del mundo. La primera y más grave irregularidad es de Genaro García Luna, el supersecretario de Seguridad Pública federal. “Produjo” su detención, como “produjo” la supuesta liberación de reporteros en La Laguna y como “produjo” otros arrestos y liberaciones notables. Pero esa es una historia. Con Cassez, García Luna mintió a millones de personas con una transmisión en vivo y en directo. “Armó” un “operativo” del arresto de la banda para los medios de comunicación. Televisa, uno de los que utilizó esta transmisión simulada, despidió a Pablo Reinah, aunque su reportero alega que nunca fue alertado de que se trataba de un montaje. Esa también es otra historia.
El gobierno de Felipe Calderón ha hecho dos cosas notables a partir de las presiones de Francia: primero, tratar de hacer ver su propia obstinación –una firma del sexenio– como un asunto de “orgullo nacional”. Se escuda en la autonomía del Poder Judicial pero omite que el presidente puede, una vez librada la sentencia y negada la apelación, reabrir el caso. Dice que Francia exagera y no oculta que –y este es el segundo punto– niega la libertad de Cassez porque haría quedar mal a ese gran consentido del sexenio, al hombre de todas las guerras ganadas, a García Luna.
El secretario de Seguridad Pública federal ha confrontado al Congreso, a los partidos, a los medios televisivos e impresos, a las organizaciones no gubernamentales. Incluso ha dividido al gabinete presidencial: es conocido que en la Secretaría de la Defensa Nacional y en otras dependencias federales se duda de su probidad. Ahora confronta a dos naciones: México y Francia. Pero sigue en su puesto.
La discusión de los mexicanos no debería centrarse en el tema de Florence Cassez. El caso apesta y los abusos están reconocidos en voz misma de García Luna. La discusión de los mexicanos debería ser otra, de fondo, que se pone en evidencia a partir de este y otros asuntos de seguridad interior: ¿Qué tanto le debe el jefe del Ejecutivo al supersecretario como para mantenerlo en su puesto a pesar de su fracaso en materia de seguridad, y a pesar de las dudas que existen sobre su honorabilidad? ¿Qué secretos le guarda García al presidente? ¿Qué le debe Calderón a García Luna?
No supe bien cómo sucedió. Podría ser que abandoné mi vida los últimos años. O que siempre la tuve abandonada… hasta hace unos días, cuando abrí la alacena y me enteré de una salsa de soya que caducó en septiembre de 2010 y de un paquete de lasaña que es inservible desde 2006. Pasta de harina de antes de 2006 en mi alacena. ¿A quién le caduca la salsa de soya? Asombroso. Por Dios que soy un hombre que cocina mucho, mucho. Lo saben mis amigos, las personas más cercanas a mí. ¿Cómo sobrevivieron, entonces, tres tetrabriks (sí, es el nombre correcto) de jugo de arándano en un rincón de mis cocinas por lo menos cinco años, si en ese mismo periodo viví en cinco departamentos distintos? ¿Cargué con esa gusanera casa por casa sin reparar en ello? ¿Dónde me metí tanto tiempo? ¿En un agujero? Tengo testigos: encontré chile seco, chimichurri y chocolate Abuelita caducos, y aún más: ¡especias caducas! Si las especias tardaban años en cruzar mares desde India o China antes de llegar al consumidor occidental, ¿cómo pudieron echarse a perder ante mis ojos?
Después de limpiar la alacena, en algún momento di un brinco para atrás; sentí un soplo frío en el corazón. Busqué a mis perros, a Simone y a Niño, que estaban recostados a medio metro. Me agaché. Les revisé los dientes, el pelambre, las uñas. Porque caí en cuenta, amigos, que mis chiquitos ya no son unos cachorros, como yo les llamo. La hermosa chirisca (sí, así le decimos en Chihuahua a las de cabello crespo) tiene cuatro años; y mi dulcísimo ojos-de-botón tiene seis. ¡Cuatro y seis años! ¿Cuál noticia me falta? ¿La de que mañana mismo nos vamos los tres a un asilo? Los acaricié con tristeza y quise descubrir en sus ojos la respuesta a una pregunta que les hice mientras me observaban extrañados: ¿Han sido felices? ¿Fuiste feliz, Simone, estos años? ¿Fuiste feliz, Niño? Porque en lo que maduran dos aguacates y se me agría un litro de leche se nos habrán ido otros seis o diez años. ¿Son felices? ¿Fueron felices? No supe cómo sucedió, pero tengo 42 y pronto tendré 43. Cua-ren-tai-tres. Mi vida es una especia caduca, un chimichurri vencido, un chocolate Abuelita seco, duro y blanquecino.
Calculo: un año de perro corresponde a siete de un humano, en promedio. Niño tiene 42 años humanos. Cua-ren-tai-dos. Y la cachorra anda en los 32 años de una mujercita. ¡Niño y yo somos de la misma edad! Pues la vida me ha dado mis lecciones en pocas horas. Sabía que los años son un respiro; ahora entiendo mejor eso que dicen los viejos (los más viejos): que uno debe prestar atención a lo que nos rodea porque el tiempo es una burbuja de jabón.
No me desagrada la ruta que he seguido. Soy muy parecido a mis perros. Niño, a sus 42, se sigue divirtiendo con una desgarrada pulga de peluche que jalonea si yo la volteo a ver; la chiquilla no desperdicia la ocasión para decirme que me quiere con dos lengüetadas imprevistas en la mano. Cuando salen a la calle los anima un rayo de sol, como a mí, y lo mejor de su día es ir a la cama, como yo. Sobre las cobijas nos decimos con una mirada que nos queremos. Nos hacemos bolita. Escuchamos cualquier tontería en la tele para que nos arrulle y vamos cayendo en la bendición del sueño profundo.
Hasta que una mañana de estas, uno de los tres no despierte. Y luego el otro. Y así.
Bueno, es viernes y me voy al súper. Esta vez no compraré muchas cosas: una bolsa de croquetas, algo de pan, pavo, tomate, lechugas y agua. Ni siquiera se me antoja comprar mi Herradura blanco; no sea que mañana abra la alacena y me encuentre con que ha caducado, y ni siquiera tiene fecha de caducidad.
Vean lo que escribió a propósito de la columna que escribí durante dos años en EL UNIVERSAL. Mejor honenaje que mi propia despedida. Carajo, ni cómo agradecer tanto. Como sea, gracias mil, Manuel Martínez Jiménez. Qué talento.
….
En décimas espinelas
ando buscando respuesta
quiero ver si me contesta
Alejandro Páez Varela.
…No he leído su novela
pero lo sigo en los medios
y justo perdí el remedio
a mi ansiedad semanal:
Ya no da El Universal,
su antídoto contra el tedio.
…
Se me acabó la ilusión,
eran los miércoles días
aun sin incluir baterías,
de dar gusto a la emoción.
Ha escrito de un corazón
de “A Ka Cuarenta y Siete”,
en “Todos por Juárez” mete
duro golpe a la conciencia,
gozaba de su ‘presencia’
cual niño de su juguete.
…
Aclaro no hablar del Niño
que sonríe cual flautín
y que con Simone al fin
hasta les tomé cariño.
Pero como fue Mouriño
-efímero y poderoso-
también igual fue mi gozo
del disfrute de sus letras:
extraen vida como obstetras
y son profundas cual pozos.
…
Acuso ya graves daños
y no niego que estoy triste,
Búfalo que al Sol Embiste
me imagino, ¿no es extraño?.
Y miro Gotear los Años,
o de plano más sencillo:
Cerdito de Piloncillo
he sido y sin que le espante:
Pacquiao me da sin guante,
y creo que Aguirre es un pillo.
…
Su despedida me daña
cual bofetada de El Vasco
como el desierto al chubasco
sus escritos ya se extrañan.
Los Hombres no son Montañas
ni construyeron un teatro
en el Ochocientos Cuatro
de la calle Tamborrel
pero sigo siendo fiel
a su prosa que idolatro.
…
¿Otro eclipse?, ¡que se vaya!
Y deje de estar jodiendo…
Como a él me está doliendo
ver Juárez bajo metralla.
Mas cuando la lluvia estalla
canta y festeja el desierto…
El ánimo luce muerto
y el alma parece harapo:
pero como en charco un sapo
saltaremos pronto… ¡Cierto!
Me dediqué a buscar esta frase: “Los hombres no son montañas”. Indagué en Google, en sitios específicos y en varios libros. Nada. Como si se la hubiera tragado la tierra. Juraba que era de Confucio; de su maestro, Lao Zi, o de su alumno Zhu Xi, de quienes leí cuando era un adolescente de un librito amarillo cuya pasta decía simplemente así: “Confusionismo”. Amplié el espectro a cualquiera de los maestros de la filosofía china, de los confucionistas hasta los mohistas. Nel, no, nada de la frase. ¿Me la inventé? No creo. No doy para tanto. Quizás me faltó tiempo y precisión de búsqueda. Cuando la leí, me sorprendió a tal extremo que la recuerdo bien y recuerdo también que no me llegó de la nada. ¿De dónde la saqué, pues? Qué importa. Se queda como tarea ubicarla. Si alguien sabe de ella, como con el unicornio azul mentado, les ruego información: [email protected] y [email protected], o en el blog: alejandropaez.net.
“Los hombres no son montañas” se refiere a una cosa: a que los hombres siempre se vuelven (nos volvemos) a encontrar. Que a diferencia de las montañas, somos frágiles y la vida nos mueve caprichosamente de un lado a otro pero siempre permite el reencuentro. Somos plumas de ave depositadas en las corrientes de aire del destino. Ah, el destino (y ahora sí, cito a Confucio): “El cielo gobierna los acontecimientos del mundo sin ser visto; esta acción oculta del cielo es lo que se llama el destino”. Y allí tiene usted que esa acción oculta del cielo, el destino, nos lleva a encuentros y desencuentros… y reencuentros. Nuestra fragilidad, nuestra movilidad y el capricho del destino permiten que los individuos, a diferencia de las estáticas montañas, nos volvamos a encontrar.
Esta es mi última columna en EL UNIVERSAL. Agradezco al Licenciado Juan Francisco Ealy Ortiz y al Licenciado Juan Francisco Ealy Jr. por la enorme oportunidad de ser parte de su empresa. Su trato fue siempre noble y generoso conmigo hasta el último día. Gracias. Me guardo el recuerdo con agradecimiento. También agradezco a Roberto Rock por el espacio que me concedió estas semanas. Y a Jorge Zepeda Patterson, amigo entrañable, quien me invitó al proyecto periodístico de altos vuelos que es El Gran Diario de México. Pero principalmente agradezco a mis lectores por su atención. Son ustedes los que hicieron que 2008, 2009 y 2010, años en los que escribí en estas páginas y en diferentes espacios, sean inolvidables. Tan inolvidables como un hijo: mucho de lo que dije aquí ha quedado en un libro, No Incluye Baterías (Cal y Arena 2010), de reciente publicación.
Otros deberes me reclaman. Corrientes del aire del destino mueven otra vez la pluma de ave. Los hombres no son montañas: nos veremos (o nos leeremos) otra vez. Gracias por todo. Gracias. Adiós.
Creo que la frase de Victor Hugo va así: Los cuarenta son la edad madura de la juventud; y los cincuenta, la juventud de la edad madura. En otras palabras, que a los 40 todavía nos creemos jóvenes, y que en los 50 estás instalado en la decrepitud aunque lo niegues. Nadie se compre estas palabras como si fueran ley; algunos nos hacemos viejos antes y otros nos negamos a dejar de ser jóvenes aunque tengamos el bastón detrás de la puerta, esperando.
¿Qué nos hace sentir más viejos: los cumpleaños o los años nuevos? No estoy seguro. Mi caso es especial: desde finales de diciembre empiezo una depresión que se reconfirma en marzo, cuando cumplo años. Y luego empieza la primavera y recupero el aliento y en el verano ya traigo el ánimo encendido. Pero llega el otoño y me recuerda que viene diciembre y así, mi ciclo de la vida es una serpiente que se come la cola.
¿O será que sentirse viejo no está relacionado con las celebraciones? Les cuento: El último eclipse no lo observé. Lo dejé ir. ¿Y saben por qué?, porque pensaba: “Sí, sí, otro eclipse; que se vaya y que deje de estar jodiendo. Que lo vean los que no han visto un eclipse”. Muchos subieron fotos al Facebook y al Twitter; lo tomaron como festejo. Me sentí un tipo más amarguetas de lo que soy. Pero, qué les digo, uno pierde la ilusión; se emociona con dificultad. Interpreté que hacerse viejo es abandonar rutinas que alimentan el ánimo, independientemente de la edad; que uno no es un viejo hasta que se siente eso, un viejo: porque si veo el eclipse, habría celebrado en la red y me sentiría parte del mundo. Y no, no quise hacerlo. Me recluí, me metí debajo de las cobijas. Dejé pasar esa breve oportunidad de sentirme joven con los demás.
Lo único cierto es que los años avanzan siempre con un ritmo infatigable de fuga. Un tic-tac inasible y permanente; un metrónomo, un corazón, los respiros de un reloj que no gasta la cuerda: tic-tac, tic-tac. En un tic dejé la casa de mamá, en un tac se alejan los amigos. El amor se hizo pedazos en un tic y en un tac regresó como promesa. En un tic olvidé el nombre de mis compañeros de sexto grado y en un tac me salen canas en la sien. En un tic me quedaré sin cabello y en un tac escribiré mi propia necrológica. En un tic morimos unos, y en un tac nacen otros que piensan -como un día nosotros- que la gota que sale del grifo no es constante; hasta que su vaso se llena, y se revienta.
Una cosa más: Se aprende con dificultad, pero se aprende que es mejor educar al oído para que esté atento a cada paso del tiempo. Así morimos poquito con cada respiro, y el final resulta más llevadero.
El final es el final, y nada más. Es sólo un destino al que se llega de distintas maneras; un palíndromo, una palabra que se lee igual por delante o por detrás. Pero, ah, cómo pesa.
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