La semana pasada, una buena cantidad de medios mexicanos firmaron un Acuerdo para Cobertura Informativa de Violencia. Hay, por supuesto, cosas buenas; como en todo: proteger la identidad de las víctimas colaterales no publicando información (o fotos) sobre ellas es algo que se hace en muchas regiones del mundo y era necesario que los mexicanos lo asumiéramos. (No se necesitaba un acuerdo sino revisar manuales de ética y de estilo, pero bueno, allí está). Se acordó dar mayor protección a los periodistas en riesgo, algo que todavía no queda claro cómo va a aterrizar, sobre todo después de tantas promesas de Felipe Calderón al respecto. Pero bueno, también allí está.
Lo que más preocupa del Acuerdo no es siquiera que el testigo de honor sea una parte interesada, en este caso el jefe del Ejecutivo, quien lanzó una guerra por motivos políticos y esperaba cosechar sus “logros” en su imagen pública. Lo que sí asusta es que los medios dejen de cubrir temas relevantes para los mexicanos y que se derivan de esta guerra, como el trauma que viven en este momento comunidades de todo el país, o el asesinato de inocentes, o los excesos cometidos por fuerzas policiacas militarizadas que han declarado públicamente su falta de compromiso con la defensa de los derechos humanos.
Por eso, creo, es necesario que desde lo individual varios de nosotros, reporteros, periodistas, planteemos dudas y advirtamos riesgos. (Pocas empresas se atreverán a disentir públicamente). Sobre todo, es urgente fijar ciertas posiciones porque, en opinión de muchos comunicadores que no figuran entre los firmanes del Acuerdo, la publicación de eventos relacionados con la violencia y la guerra contra las drogas del gobierno federal responden a una realidad. Y la realidad no debe ocultarse. Tampoco debe ignorarse que el lenguaje de violencia y esta fascinación insana por los narcotraficantes se alimentó desde muchos frentes, y en particular, en este sexenio, desde Los Pinos.
1. El “lenguaje de los narcos” no lo introdujeron los medios serios al uso común. Lo hizo el gobierno federal. Durante más de cuatro años, el presidente Felipe Calderón no tuvo otro discurso que el de su guerra contra las drogas. Habló de narcos en eventos de turismo, de energía, de economía. Allí están los archivos. Habló de narcos frente a empresarios, estudiantes, amas de casa. Todos lo recordamos. Difundió, con ayuda principalmente de la televisión, las imágenes de presuntos criminales cuando no habían sido juzgados, y fue él quien se puso un traje militar y se paseó en un vehículo del Ejército como primer acto masivo de su gobierno, un 6 de diciembre de 2006. La difusión intensa de la guerra, incluso en el exterior, es culpa de una estrategia de comunicación que, seamos honestos, le provocó un daño costosísimo a la sociedad mexicana.
2. Como nunca en la historia de México, el mismo presidente se encargó de anunciar, con su voz, vía redes sociales o en eventos públicos, el arresto de presuntos criminales sin que pasaran por un juez, como ya se dijo. Calderón fue el que hizo del conocimiento público incluso sus sobrenombres. El “Hummer” es el “Hummer” porque Calderón así lo hizo saber ante la opinión pública, por ejemplo. Nadie lo conoce por su nombre –por cierto, se llama Jaime González Durán– sino por el apodo que se le dan en los círculos policiacos y entre traficantes y que el presidente de México utiliza con frecuencia. Y así lo hizo el jefe del Ejecutivo federal con infinidad de individuos que, además –se insiste– no han sido aún juzgados y por lo tanto son simples sospechosos de crimenes que seguramente cometieron pero que el Ministerio Público deberá probar.
3. Fue el gobierno federal el que difundió día y noche la vida y obra de los narcotraficantes. El pecado de los medios fue hacerle caso al aparato de difusión de Presidencia de la República. Para darse publicidad y contrarrestar los cuestionamientos a los errores cometidos en su guerra, Los Pinos entregó información vasta sobre los líderes de los grupos criminales cada vez que dio con ellos. Lo hizo en multitudinarias conferencias a las que la televisión tuvo acceso en vivo y en directo, como si se tratara de reality shows. Lo hizo permitiendo que desde las oficinas de la Policía Federal salieran expedientes de los presuntos enemigos del Estado y de los mexicanos. Lo hizo, incluso, realizando montajes: es conocido que Genaro García Luna “puso en escena”, para la televisión, supuestos operativos exitosos. La verdad se ha venido haciendo pública.
4. Ocultar los hechos de violencia es censura, o autocensura. No nos hagamos bolas. Una censura idiota, por otro lado: las redes sociales llegan a millones de personas que allí están informándose, sin los criterios de comunicadores profesionales, sobre el horror que vive México. Ocultar los hechos de violencia es, además, permitir que el gobierno federal mienta: el país sí está convertido en una zona de guerra porque se falló en la estrategia contra las drogas. Y allí que no quepa la duda: fue Los Pinos el que falló. O, a ver, que de una vez responda a una pregunta que hemos hecho muchos mexicanos: ¿a quién consultó la estrategia de la guerra? ¿Quiénes estaban con él –especialistas, analistas, sociólogos– cuando Calderón determinó que lo que este país necesitaba, por encima de atacar la pobreza o los monopolios, era sacar al Ejército y a la Policía Federal a las calles?
5. Publicar información sobre la violencia inédita que vivimos los mexicanos no degrada nuestro oficio. Aunque muchos quieren ver fotos y videos de los descabezados y asesinados –y muchos los ven in situ en las zonas más violentas del país–, los medios no debemos proporcionarlas. Queda claro, incluso por razones estéticas. Pero lo que sí nos degrada como sociedad y como gremio es que artistas se hagan pasar por periodistas y monten talk shows que denigran a los ciudadanos, que son discriminatorios, que generan una cultura chatarra y que sirven como cortina de humo ante la realidad. Y esto lo hace la televisión. Y nadie le pone un alto. Ahora le pregunto a los medios firmantes: ¿Los reporteros sabían? A ellos que exponen el pellejo, ¿los consultaron?
6 (y último punto, que aquí nos podemos seguir al infinito). Hay un país en guerra: ¿dejaremos de cubrirlo informativamente? Hay inocentes que mueren a diario: ¿cerraremos los ojos? Son hechos. Nadie inventa nada. Como periodistas, no debemos callarnos o la historia nos lo va a cobrar. O la sociedad misma. El pensamiento decimonónico de los medios, y la urgencia del gobierno federal para frenar el daño en su propia imagen por sus propios errores, llevó a un pacto que nace en el error, y fracasado. Los periodistas ya no estamos solos; suena rimbombante pero es la realidad: nos acompañan (y nos sustituirán) las redes sociales. La información circulará de todas maneras. Qué lástima que estemos renunciando a lo que era nuestra obligación: informar.
Concluyo con algo más: Siempre sospecharé –y sigo hablando en términos personales– de algo que promuevan los monopolios televisivos. No le han dado nada a este país nunca. Antes de este Acuerdo no les cría nada. Y no voy a creerles ahora.
Artistas, intelectuales y periodistas dieron a conocer por las redes sociales una carta en la que urgen a los medios mexicanos a difundir el asesinato del hijo del escritor y periodista Javier Sicilia, ocurrido en Cuernavaca hace unos días. Denuncian “la inoperante estrategia diseñada por el gobierno de México para combatir el narcotráfico, así como del consecuente fracaso de una guerra cuya verdadera naturaleza se quiere ocultar a través de diversas maniobras, como la de bautizarla con eufemismos destinados a velar la realidad: lucha, combate, ofensiva y varios más”.
El asesinato en Cuernavaca de siete civiles, entre ellos el hijo del escritor y periodista Javier Sicilia, reivindicado por el cártel del Golfo en una nota hallada en el lugar de los hechos, es una expresión más de la inoperante estrategia diseñada por el gobierno de México para combatir el narcotráfico, así como del consecuente fracaso de una guerra cuya verdadera naturaleza se quiere ocultar a través de diversas maniobras, como la de bautizarla con eufemismos destinados a velar la realidad: lucha, combate, ofensiva y varios más. Como se ha vuelto costumbre, de inmediato se ha intentado identificar a las personas asesinadas como miembros de algún grupo de delincuentes. Dado que hace apenas un par de días numerosos medios del país, presididos por Televisa en un acto que se montó y transmitió como uno más de sus programas de entretenimiento, firmaron un convenio entre cuyos acuerdos está el de no referir “detalles” que representen algún tipo de publicidad que le haga el juego al crimen organizado, es probable que estos hechos no se divulguen, o que al hacerlo se escondan los datos que delatan lo que en última instancia constituyen: un acto de terrorismo enderezado contra la población civil. Esta palabra, terrorismo, asusta al gobierno federal, que ha decidido vetarla a toda costa. A la luz del antedicho pacto, es muy posible que periodistas y locutores opten por sumarse al veto a nombre de una supuesta defensa del bien común. Esta es una medida que colinda con la autocensura y que no beneficia al ciudadano de a pie, cuyas posibilidades de defenderse y tomar previsiones dependen del cabal conocimiento de las formas de operar de los criminales, así como de las consecuencias de una táctica de guerra diseñada sobre las rodillas y por lo tanto ineficiente. Hoy más que nunca es preciso que los ciudadanos de todo el país nos unamos a distintos niveles (gremiales, laborales, vecinales, etecétera) para denunciar hechos como el que aquí se menciona, pero también para exigir que se les de la difusión que merecen y que sean atendidos, por parte de las instituciones responsables, como lo que son: actos de violencia que las distintas organizaciones del narcotráfico empiezan a cometer en contra de la sociedad civil. Quienes firmamos esta carta, miembros de la comunidad intelectual y artística del país, demandamos la investigación y el esclarecimiento de los acontecimientos que aquí se mencionan.
–Firmas en proceso
El hombre del momento es Eruviel Ávila Villegas. El domingo 27 de marzo se registró formalmente como precandidato a la gubernatura del PRI en el Estado de México flanqueado por el hombre que Enrique Peña Nieto quería en ese lugar: Alfredo del Mazo. Es probable que Eruviel haya vencido al actual gobernador y casi seguro candidato a la presidencia en el 2012; simplemente pudo torcerle la mano coqueteando con la posibilidad de ir por la alianza PRD-PAN de 2011 por esa entidad. Pero en un PRI tan disciplinado como el de hoy, también es muy probable que siempre estuviera en los planes.
No me llama la atención esto último. La política me da asco. Considero a los partidos políticos uno de los grandes males de México. El PANAL es un monstruo hediondo, nacido y crecido en los lodazales del sistema político mexicano: Elba Esther Gordillo debería estar en prisión; pero como ha servido y sirve tanto al PRI como a Felipe Calderón, maneja enormes partidas presupuestarias que usa para alterar tendencias del voto al mejor postor. El PRD es una vergüenza para cualquier pensamiento progresista y de izquierdas. El regreso del PRI es una bofetada para la incipiente vocación democrática de los mexicanos. El Partido Verde es lo que ahora es el PANAL: un partido de inmorales y corsarios con habilidades de tienda de raya. El PAN es lo que es, y ya; quien esperara algo más de una fuerza reaccionaria está pagando el desencanto. Lo malo es que nos hizo pagar a los otros. Ni modo. Eso es, dicen, “la democracia”.
Lo que me llamó la atención fue el slogan con el que Eruviel Ávila se registró: “Decididos a ganar”. Puff. La cobertura que recibió este acto político y nadie se fijó en el significado de su lema. Decididos a ganar es eso: que harán lo que se necesite con tal de ganar. Porque su gran aspiración es esa: ganar. Y ganar a como dé lugar, como se ha vuelto una costumbre; como ganó Vicente Fox en 2000 (con “votos útiles” que resultaron tan inútiles como el guanajuatense mismo), o como “ganó” Felipe Calderón en 2006 –porque yo no estoy tan seguro de que ganara–: a punta de campañas de lodo y odio.
Decididos a ganar es decididos a ganar. Servir a los mexiquenses puede esperar.
El slogan condensa los grandes males de la política mexicana: Lo de los partidos es alcanzar el triunfo, no servir a los ciudadanos. El poder por el poder; para mantener camarillas con dinero público, para garantizar su enriquecimiento y el control sobre los demás.
Eruviel Ávila Villegas está decidido a ganar. No importa si debe hacer pacto con el diablo: su cometido es ganar. No importa que cientos de mujeres son asesinadas en su estado: su cometido es ganar. ¿Y qué, si millones de mexiquenses están en la miseria? El objetivo es ganar.
Eso es la política mexicana: mezquindad, oportunismo, falta de voluntad de servicio. Cada quién que haga lo que quiera, diríamos los ciudadanos. Sólo que hay un pequeño detalle: este lodazal, llamado de manera rimbombante “sistema político mexicano”, se alimenta con el dinero de todos nosotros. Esta caterva de inmorales vive de nosotros.
Debería darles vergüenza. Debería darnos, a todos, mucha vergüenza.
POR LUIS HUMBERTO CROSTHWAITE
Por sugerencia de mi editora Verónica Flores, el periodista y compa Alejandro Páez Varela presentó mi libro Tijuana: crimen y olvido en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Esta vez me invito el para que presentara su libro No incluye baterías, editado por Cal y arena más o menos en las mismas fechas que Tusquets publicó el mío.
Esta es la presentación que leí el 23 de marzo en la casa del Refugio Citlaltépetl, en compañía de Alejandro, Julio Patán y Adriana Bernal y una bola de amigos.
* * *
Confieso que me dio gusto cuando mi editora, Verónica Flores, sugirió que Alejandro Páez Varela fuera presentador de mi libro en la FIL de Guadalajara. Me gustan las presentaciones porque tienen el potencial de convertirse en fiestas que terminan a deshoras con música, baile y un pastel de varios pisos.
Las presentaciones deben hacerse siempre entre amigos. Presentadores y público deben ser compadres, comparsa, porra y admiradores, deben derretirse en elogios y en abrazos, para eso es el reventón, para eso es el festejo. Quién quiere un presentador adusto que sólo se fije en los acentos? En ese caso no se llamarían presentadores sino árbitros o réferis. La presentación de un libro es una fiesta. El presentador no debe partir de la objetividad sino del dichoso gusto de estar en buena compañía. El libro es la quinceañera y tanto papá como padrino deben echar la casa por la ventana, así sea la casa del refugio.
No puedo decir que conozco a Alejandro desde la infancia. Me gustaría, eso sí. Me gustaría alardear de nuestros tiempos juntos en la primaria Joaquín Cosío o corriendo por la avenida Miguel Ángel Chávez de Ciudad Juárez. Me gustaría decir que Alexito llegaba sin avisar a casa de mi mamá, justo a la hora de la comida, y que yo me aparecía en su cocina justo cuando la señora Lupita le apagaba a la olla de frijoles. Pero no fue así, yo nací seis años antes que él y en otra ciudad. Y el que llegaba a mi casa para comer no era Alexito sino un niño que se llamaba Ricardo, y a quien le gustaba que le dijeran El Kirrus.
Sin embargo hay experiencias comunes, mucho más allá de las obvias o las que pudo imaginar Verónica Flores cuando sugirió que Alejandro presentara mi libro. Las obvias son obvias: Alejandro nació en Juárez, yo nací en Tijuana, ambas ciudades nos duelen por razones similares. Él es periodista, yo ejercí como columnista y editor en el gabacho. Mi libro es una novela sobre el dolor, el periodismo y las cicatrices que nos deja el narco, ¿quién mejor que AP para presentarlo? Verónica tenía razón. Esto se confirma en las primeras 50 páginas del libro No incluye baterías. Ciudad Juárez le duele a Alejandro, es una herida que trae en el pecho, que avasalla, que no suelta, que cicatriza porque la llaga no sabe otra cosa que crecer. Su discurso es el mío: la denuncia constante contra un presidente que se lanza a una guerra sin sentido, que nos perjudica a todos, que nos mata uno a uno sin tener un propósito. Un presidente chaparrito y peleonero que, como dice Elmer Mendoza, parece que no le pegaron cuando era chiquito. Los que nos peleamos en la primaria, los que nos lanzamos contra el más débil de la clase sólo para que nos metiera una tunda, sabemos que hay que pensarlo dos o tres veces antes de tirar el primer chingazo.
Juárez y Tijuana nos duelen porque hemos visto en lo que se han convertido. Su calles eran nuestros espacios para jugar, para vivir, para enamorarnos. Y ahora son las calles del horror, de la pérdida, del secuestro infame. Yo todavía veo a mi ciudad con la inocencia del niño miope que tropezaba debido a sus pies planos. Pero la veo también como el tipo maduro que no puede ignorar lo que sucede: las muertes, el abandono, la tortura, las desapariciones. Mis hijos no pueden vivir una ciudad de inocencia como la que yo disfruté porque los juegos se combinan con los encabezados, las caricaturas con los noticieros, los festejos con la muerte.
Hablo de mi dolor, pero también hablo del dolor de Alejandro, presente en este libro. Leo en su paginas denuncias pero también leo nostalgia y pérdida de inocencia. Y aquí es donde Verónica Flores no pudo adivinar las coincidencias: este libro de Alejandro es mi biografía y la de muchos otros que vivimos en la frontera. No importa que nací seis años antes, pareciera que sufrimos por las mismas novias y que nos golpearon los mismos grandulones. Me pregunto si Alejandro alguna vez, a sus 15 años, recibió un puñetazo en el rostro por parte del hermano de la novia con quien caminaba por la calle, tomado de la mano. Al suelo fueron a dar mis lentes y me pregunto si Alejandro, al igual que yo, se agachó para recogerlos, lentamente, se los puso y con una furia desconocida hasta entonces, regresó el puñetazo a la cara del hermano ocho años mayor, más fortudo y más atlético. Me pregunto eso, pero hay otras cosas que no es necesario preguntar: los otros niños se reían de nosotros porque no éramos iguales a ellos, porque no sabíamos patear o batear la pelota; éramos tímidos y nerdos, hermanos lelo, ángeles apaleados. En mi caso, mi condición de hijo único me impulsaba a buscar amigos que sólo me invitaban a jugar porque yo era dueño de un bat y dos guantes y siempre era el último al que escogían. En la escuela, ni burro ni inteligente, más bien solitario y cuatrojos, Alejandro desde su chaparritud, yo desde mi gigantismo. El más pequeño y el más grandulón sufriendo de la misma manera.
Y todo eso y muchas otras cosas vienen a salir en lo que escribimos. Nos vale madre no ser objetivos o científicos, escribimos desde el corazón nuestras anécdotas más personales, que si sus dos perros, que si mis gatos, que si sus amores traspapelados, que si mi jefecita chula. Escribimos desde el dolor, no sólo por el presente de nuestras ciudades sino porque nos duele la pinche vida en general (aunque creo que él la disfruta un poquito más que yo).
No incluye baterías es un libro personalísimo, recuento de los daños personales, los que uno ha causado o los que a uno le han provocado. Es un libro evocativo porque ahí están papá, mamá, hermanos y amigos como protagonistas. Es un libro durísimo porque Alejandro escribe con furia, con amor y un total encabronamiento por todo aquello que es injusto y ojete. Es un libro nostálgico porque ahí están nuestras ciudades chiquitas y nuestros recuerdos grandotes. Llevamos el norte como un blasón, donde quiera que nos paremos, somos nordakas impasibles. La frontera nos atraviesa con disgusto. Amamos y odiamos a los gringos. Nos agrada y encabrona el beisbol. Extrañamos los burritos de machaca, él de doña Lupe, yo de doña Aurora. Reconocemos la sensatez de las mujeres que nos abandonaron; agradecemos la ternura de las que aún están presentes. Tenemos el corazón parchado y nos ufanamos de ser un par de chillones desconsolados. El alcohol nos saca lágrimas pero también las películas cursis. Renegamos del presente pero no lo cambiaríamos. Nos quejamos del pasado pero nos regodeamos en nuestros recuerdos y en el charquito que la nostalgia forma a nuestro alrededor. Alejandro se rodea de amigos e invita cheves mientras que yo me alejo de la humanidad como si fuera el último que no quiere convertirse en rinoceronte. Alejandro ama a sus perros mientras que a mí me quita el sueño saber que mi sobrina próximamente tendrá uno en la casa. Alejandro y yo somos tan desiguales que nos parecemos demasiado, no sólo por las dioptrías y por el norte y por las ciudades jodidas y grandiosas en las que crecimos. Somos tan desiguales y nos parecemos porque, sin proponerlo ni esperarlo, pertenecemos a la misma cofradía de los corazones rotos. Rotos los nuestros y rotos los que hemos quebrado. El dolor, la nostalgia, el tango, el blues y Ozzy Osborne son nuestro común denominador.
Y nos une la escritura, por supuesto, esa vieja cabrona de la que no hemos podido divorciarnos.
Texto para la presentación de No incluye baterías
Cuando me establecí en la ciudad de México, allá por 1993, mi principal problema fue el acento. Una vez fui a Tepito y casi salgo con los pies por delante a causa del acento; no me pierdo en los detalles. En los restaurantes, en los taxis, en la tienda, en el súper y mucho más en las cantinas y en las taquerías del afterhours creían que estaba encabronado (1) o que traía pegada en la frente una licencia para que me cargaran la mano (2). Como hago esfuerzos (breves pero importantes: juntarme con norteños, hablar mucho a casa, etc.) no he perdido mi tonito bronco, aunque cierta vez, a los cinco o seis años de estar en el Distrito Federal, llegué a casa y mamá me dijo con una nota de tristeza: “Ah, qué mijo, está dejando de hablar como norteño. Ya habla como chilango”. Y más que referirse al acento, en realidad decía que la familia me estaba perdiendo. Le corregí: “Como chilanguense, mamá”, porque soy de Chihuahua y soy malo para responder de botepronto. Y porque tengo la esperanza de volver a casa, como el hijo pródigo.
Sonreí a mamá con la mitad de la cara porque la otra (mitad) era una brasa tiesa y roja y no por vergüenza, sino por el mismo barniz de melancolía de mi madre: “Sí –pensé–, estoy perdiendo a mi familia por la distancia. Mi acento me delata”.
La magia de decirlo por escrito. Todos vamos sin zapatos a la hoja en blanco. Todos vamos sin sombrero y sin calzones. Hay notas pero no hay acento: notas de melancolía, notas de furia, notas sin color o desgarradas; notas descoloridas, desabridas y malintencionadas. Pero no hay acento. Aquí, acá donde estoy, hay un hombre con un acento mudo que puede ser de cualquier parte.
La magia leer, también. Porque uno traga textos como se toman los medicamentos: todos son casi iguales; todos tienen dos capuchas o son comprimidos blanquecinos. Pero luego se deshacen dentro y descubren qué traen. El acento de los textos se siente después, como la medicina tragada. Es después cuando te da rabia o se te quitan las agruras; después de leer o escribir te desmayas o se te quita la comezón; te dan convulsiones o el corazón se te hace chiquito. El que escribe y el que lee van a la mesa en las mismas condiciones: antes de ser leídos o ser escritos, los textos –por más que existan– son una hoja en blanco.
Mi acento. En el DF dicen que hablo como Speedy González, en mi casa que ya lo perdí. Por eso y por otras razones ahora me es más fácil escribir que hablar. También porque hablar casi siempre requiere a otro. Y escribir no. Cuando tomé mi primera libreta de reportero me dí cuenta que esto sería mi primer y único amor; uno que no abandona, o no me ha abandonado hasta hoy.
Después de una época de autismo decidí comunicarme con los demás y desde entonces ¡cómo he hablado! Aunque ahora hablo menos. Me comunico menos. En el mundo ideal, la persona que me ame hasta la muerte será mi boca, mi nariz, mis lágrimas, mi todo. Eso me gustaría. Me encantaría pasarle papelitos con lo que necesito: “¿Contestas esa llamada y me quitas la ropa?”, o: “Quítame el pantalón, no contestes el teléfono”, o: “¿Me quitas la ropa, apagas el celular y me apuñalas un pulmón antes de que lo haga el cigarro?”, o: “Escóndeme en tu seno, llévame contigo, dame asilo en tu intestino grueso pero no permitas que me obliguen a hablar”. Un mundo ideal sin que deba comunicarme. Ojalá y pase. No se puede todo.
¿Cómo llegué hasta acá? Porque pensaba en mi acento a partir de que alguien me pidió que contara cómo empecé a escribir. Pero de eso no me acuerdo. Yo nací periodista. Ser periodista requiere ver a todo mundo a los ojos, y hablar. El escritor no. Escribe y ya. Ser periodista requiere sacrificios que no sé si estoy dispuesto a hacer más. El periodista no encuentra cómo llenar las horas blancas, y se angustia porque sabe que es como perder los huevos. El escritor puede salir a la calle sin huevos y regresar con una canasta. Sin prisa. Sin angustia. Sin ver al otro, sin hablarle. O puede quedarse encerrado y los huevos le caen del cielo; así me pasó cierta vez en un hotel de San Luis Potosí de cortinas baratas hechas en China.
Un día dejaré de hablar. Ojalá pueda. Pero el momento en que deje de escribir le daré una nota a esa que pasará los últimos días a mi lado: “Mátame –dirá– y pon esto en mi epitafio: ‘Alejandro Páez Varela. Murió en silencio’”. Y si estoy equivocado y uno efectivamente reencarna, preferiría que fuera en una piedra sobre la que se sienta el corazón de un reactor nuclear. O preferiría reencarnar en una planta del desierto. En una gobernadora, en un chamizo, en un sahuaro. Y de preferencia sobre el meridiano 109.
El libro No incluye baterías se escribió con un cierto acento. No con intención teórica o retórica: el acento me fue ganando en cada texto, porque, efectivamente, como dice mi editor y enorme amigo Rafael Pérez Gay, hay un viaje a la raíz. Y en la raíz está mi acento. Y mi acento es Ciudad Juárez, mi hogar. Sin embargo, lo que puede reunir a tres lectores en su entorno es que, supongo con optimismo, no se trata de un libro regional sino que está compuesto por textos para una geografía común. Parece una contradicción pero no lo es: hablo de una geografía leve en la que alguien menor trata los temas menores que nos son comunes a casi todos: los perros, la familia, el oficio, la ciudad propia o la ciudad adoptiva que te ama y te acoge, etcétera. Y en el fondo siempre susurra un acento.
Este es un libro con más de un autor. Agradezco a mis editores, Delia Juárez y Rafael Pérez Gay, por ver en una serie de textos desmembrados la posibilidad de un libro. Atesoro esa intención y quisiera que los lectores la apreciaran como yo.
En muchos momentos mi acento ha sido un estorbo. Y en otros, un escudo, como hace unos meses que me peleé de carro a carro y uno dijo: “mejor no digan nada, que ése seguro es de un cártel”. Un periodista corrompido por las fuerzas más oscuras de México, las policiacas, me ha dedicado columnas diciendo que soy autor intelectual de no sé qué cosa de narcos porque sueno a Ciudad Juárez; imaginen. En realidad lo que no soporta es que diga que esta guerra es absurda y que alguien –los patrones de este periodista– debe pagar por un error que costará la vida a más de 60 mil mexicanos en este sexenio. Algo de esto encontrarán en el libro.
***
Yo no me siento un escritor. Menos en un país en el que hay muchos y todos son profesionales. Yo no soy un escritor profesional. Me siento, más bien, como una olla llena de imperfecciones y quebraduras por las que se derraman estos textos de manera incontenible. No son impulsos, son derrames. No escribo por obligación, por disciplina o porque estoy trabajando: en la mayoría de los casos son derrames. Hasta que un día la olla se quiebre y se acabó. Hasta allí llegué.
Y mientras tanto, trato de mantener la olla llena –esto sí metódicamente– con la amistad de mis amigos, con la mujer que amo, con tragos de tequila, con los cariños de mis perros, con el recuerdo de mis viejitos y mi casa.
Trato de mantenerla llena de este acento que a veces pesa tanto –y recurro a Alfonso Reyes para esta frase– que me cansa.
Estimados [email protected] :
Ediciones Cal y arena tiene el placer de invitarlos, el día de mañana 23 de marzo a las 19:00 horas, en la Casa del Refugio Citlaltépetl (Citlaltépetl no.25, col. Hipódromo Condesa) a la presentación del más reciente libro de crónicas literarias de Alejandro Páez, No incluye baterías. Acompañarán al autor Luis Humberto Crosthwaite y Julio Patán.
No incluye baterías, como dice Rafael Pérez Gay en la contraportada, “es un viaje a la semilla, al norte de México, a Ciudad Juárez. En ese teatro de la memoria aparecen el desierto, los chamizos que deambulan sin rumbo bajo un sol de raja tabla, los recuerdos infantiles, las cartas de amor desdichado, la familia como refugio en esos días en que la vida diaria estalla en pedazos”.
Para muestra de lo anterior, un párrafo: “Otra vez me acuso de impertinente, y me hago la víctima: no quiero quitarles tiempo con mis dilemas de hombre solo. Escribo a partir de una realidad de muchos. La sociedad moderna nos ha hecho más egoístas, sabios, roñosos, precavidos o miserables (dicen las estadísticas): más mujeres y hombres deciden vivir solos año con año, y cada vez son más las parejas que deciden no tener hijos. Yo creo que se debe a que no creemos en el futuro. Cada quien tiene sus propias teorías”.
Sin embargo, Alejandro no esgrime teoría alguna sino que muestra su sentir, su lectura vívida del mundo contemporáneo con no poco humor ácido, a ratos negro. Su sello. La apuesta por contar la realidad de una ciudad que, más allá de los peligros tiene vida; que más allá de las balas, tiene voz, sentir, pensamiento y la crítica mordaz, irónica, no es sino un diálogo con el lector, con el transeúnte, con el juarense. Tanto el que habita como el que emigra de las páginas de No incluye baterías está, renglón a renglón, crónica tras crónica, principalmente frente a sí y su conciencia. O inconsciencia.
Alejandro Páez Varela dice de sí mismo en su blog: “Nací en 1968 y creo que desde entonces soy fundamentalmente reportero. Todo lo demás es un agregado de la vida. He sido editor y funcionario de varios medios mexicanos, tanto del interior del país como del Distrito Federal. Fui subdirector de El Universal y ahora soy subdirector fundador de El Despertador SA, editorial desde la que publicamos Día Siete (una revista semanal que circula bien y lejos) y Energía Hoy. He escrito para Newsweek y para las manteletas de papel de los restaurantes y bares que acostumbro, que no son muchos pero sí recurrentes. En 2007, junto con Laura de Ita y con Jaime López, Patricia Llaca, Vanessa Bauche, Álvaro Guerrero, Martha Claudia Moreno, Carmina Narro, Dolores Tapia, José Luis Domínguez, Renata Wimer, Ari Brickman, Nuridia Briceño, Abel Membrillo y los músicos que componen el grupo indie Polka Madre publiqué Paracaídas que no abre (Almadía, 2008); las letras son mías y las rolas de ellos. Con Jorge Zepeda Patterson y otros colegas escribí Los Amos de México (Planeta, 2007), Los Suspirantes (Planeta, 2005) y Los Intocables (Planeta, 2007). En 1999 gané el primer lugar del Premio Latinoamericano de Periodismo de Finanzas de Columbia University y Citibank. Me fui de gorra a estudiar a París y a Tokio gracias a que ese mismo año me becaron el gobierno japonés y la OCDE para estudiar temas aburridos para casi todos: mercados financieros y desarrollo económico. He encabezado los equipos que modernizaron, entre 2001 y 2008, más de 18 periódicos. Con Jorge Zepeda inicié Versalitas SC, nuestra empresa dedicada a reingeniería y rediseño de periódicos; con Rita Varela hice Todos Editores SC, destinada a prestar servicios periodísticos.
Sufrí como editor de El Economista, Reforma y El Universal, en el DF. Antes padecí de jefe de redacción de El Diario de Juárez y de reportero en periódicos como El Fronterizo, El Mexicano, El Heraldo de Chihuahua. Estuve en la corresponsalía de Excélsior en Chihuahua hace como años y en el buró en México de The Dallas Morning News. Bebo Herradura blanco, cerveza y mucho vino tinto. Vivo sólo del sudor de mis índices, porque no escribo con todos los dedos. Lloro cuando veo televisión y procuro no meterme al cine solo.
Tengo dos hijos: Simone y Niño. Son la luz de mis ojos. Mis cachorros llenan de luz la casa aunque a veces me provoquen alergia.
Mis últimos tres libros hablan de mi orígen, de Ciudad Juárez: La Guerra por Juárez (Planeta, 2009) trata sobre la barbarie en esa frontera y en terrible error de lanzar una guerra por razones políticas y morales. En Corazón de Kaláshnikov rescato muchas de las historias que acumulé como reportero de policiaca en El Mexicano, diario de esa ciudad; es novela, mi primera novela. Y en No incluye baterías (Cal y Arena, 2010) hago una especie de diario de dos años de vivir en un país tan sufrido como México.
Actualmente vivo entre mi casa, mis tres bares y la oficina. Camino, ando en bicicleta y lucho contra el cigarro y contra mis propios fantasmas. No será difícil encontrarme por allí con el móvil en la mano y escribiendo mensajes para Facebook, para Twitter y para quien se atreva a darme su número de celular”.
–Comunicado de prensa, Cal y Arena
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