¿Recordás el día en que recordaste algo por primera vez?
–Charly García, en voz de María Gabriela Epumer, para hacer todavía más dramático el acto de morirse.
Chihuahua, 7 de febrero, 2012.- Hace dos horas, mientras esperaba en la sala de espera del aeropuerto del DF, platicaba con el actor Joaquín Cosío –a quien encontré por casualidad– sobre cómo cuando eres viejo es cada vez más fácil hacerte más viejo. Ya no te vas despacio, como las manzanas: madurando y madurando, lentas. Te vas a toda prisa, como una fresa o como una mora que se desprende del helado y se estrella sobre la banqueta caliente del verano. ¡Paf!, te pudres a gran velocidad. Un año en un viejo se va como una semana en un joven; un mes es apenas un suspiro.
Es febrero de 2012 y yo no supe cuándo se terminó enero del año antepasado, le decía. Así nos despedimos al entrar al avión; cada quién tomó su asiento.
Ahora estoy en Chihuahua. Vine a enterrar a mi muerto. Octavio fue periodista, como yo; fumador y buen bebedor, como yo; juntaba tiliches en su casa, como yo; vivió casi siempre solo, como yo, aunque con pequeñas diferencias: yo tuve perros, él tuvo hijos. Los perros no sacan úlceras ni te ven morir, caduco, vencido, podrido, como fresa o como mora.
La mañana es fría en Chihuahua. No quiero abrir demasiado los ojos porque tanta luz no llega sola: debe estar cargada de recuerdos. Aquí viví. Aquí vi a mi hermanito mayor enamorarse de una chica que me parecía hermosa. Un día le toqué la pierna y a ella le pareció un gesto lindo. Ja, lindo. Yo, de 6 años, conocía el libido en esa pierna de piel de cera o de piedra pulida en un torno.
Aquí, en Chihuahua, vivimos cerca de unos tornos. Usan mucha agua para pulir la piedra, recuerdo. Esa agua, con desechos químicos y polvo fino, forma riachuelos que brillan al sol. Y si te fijas bien, en esos riachuelos hay contornos de ciudades. ¡Ciudades! Y contornos de gente. Allí vi un día a la novia de mi hermano dibujarse.
A la novia de mi hermano la sacaron de un torno pulidor de piedra. Leticia, se llamaba. Sólo recuerdo sus piernas.
Ahora voy rumbo a la funeraria en donde han tendido a Octavio. Me acompaña Andrés, mi primo. Imagino, mientras platicamos, que Octavio está con los ojos hinchados y abierto. Así me abrirán a mi también, y encontrarán lo mismo que a él: moras podridas. Eso encontrarán en mi padre, eso encontrarían en mi abuelo.
Más que el vicio del cigarro, es el vicio de recordar a los muertos lo que me agria.
A Chihuahua vine a enterrar, hace unos años, a Alejandro Irigoyen. Otro periodista; otro tío que fumaba.
En esta misma ciudad, hace dos años murió Héctor. Nadie me avisó y no vine a despedirlo. Nadie me dijo que estaba tan grave y ya no pude decirle que lo amaba. Otro tío, otro fumador, otro periodista. Tres tíos muertos en una misma ciudad, en pocos años.
Ahora entiendo a las familias que duran generaciones en un mismo pueblo: ¡Quién puede atreverse a partir, con tantas lápidas en la espalda!
Una familia vieja y grande también se mide por lápidas en la espalda.
***
Allí estaba Octavio. Guapo, con su saco de cuadritos finos y una corbata amarilla delicada, pasada de moda pero delicada. Dientón desgraciado: se estaba riendo. Muy orondo de sonrisa, barba partida y rosado pizpireto.
Llegó una mujer. Dijeron que fue su última esposa. Llegaron hijos de otros matrimonios porque cinco veces se casó, hasta donde se sabe. A todas las quería. A todos los hijos y a todos sus sobrinos también. Hay hombres, pienso ahora, como él, hechos para poblar el planeta mientras que hay otros, yo entre ellos, que estamos para huir, para no dejarle nada al planeta. Nada. Para qué.
Me dijeron que durante los últimos meses fumó como adolescente que descubre el sexo: tres cajetillas diarias, hágame usted el favor. El canijo tenía enfisema pulmonar. Tres cajetillas. Un cigarro después del otro. No tenía compromiso con la muerte, pues, ni la temía. Porque con la vida, ay, con la vida tenía un contrato firmado de exclusividad que le autorizaba a gastarla toda, y de una manera que puedo contar: muchos viajes, muchos tragos, muchos amigos, muchas mujeres, mucho trabajo, muchas ganas, muchos libros, mucha música y bailongo, y bandas de guerra de finales del siglo XIX, y música clásica de toda, y tacos de sabores y colores, y aperitivos, y digestivos, y tortillas de harina y pescado frito o frijoles con queso o chilaquiles.
Y mucho tequila, y muchísimo sotol, y grupos norteños y mariachis clásicos –con temas serios para cuerdas y pocos metales–, no de esos payasos que ahora se ponen a bailar como micos.
Esa es su leyenda, ese era Octavio. Muchos anduvimos con él hasta que se nos cansaba el caballo.
***
Tías, tíos. A cierta edad, a los funerales ya no asisten los abuelos porque ya no están. Y a cierta edad, en los funerales los abuelos son tus padres. Y a cierta edad, el abuelo eres tú.
Sobrinos, sobrinas, grupitos de hombres sin cabello o con cabello ralo. Octavio tendido, sonriendo. Anécdotas. Llegan los reporteros y escriben en libretas; se van sin saber que en ese ataúd están ellos también. Lo entenderán cuando sea tarde, pienso.
Alguien comenta con tristeza que Octavio no quería vivir y que por eso fumaba demasiado. Yo me muevo a una orilla a ver el féretro para no responder, que es de mala educación contradecir a esa gente que está allí sólo por amor al viejo que ha muerto.
Pero que Octavio seguía fumando porque no quería vivir está muy lejos de la realidad, ¿pues qué no lo conocían? No dejó de fumar porque le daba vergüenza renunciar a la vida que le daba el cigarro. No dejó de beber y de comer a su antojo porque así vivió y no quería renunciar a la vida que le daba amar tanto su vida.
Y para que vieran que estaba dispuesto a seguir viviendo hasta el final, escogió a su peluquera –creo– como mujer y se casó con ella.
Y a otra esposa le escribió un libro de cuentos y lo firmó a su nombre, el de ella, con foto de ella.
Octavio vivió como quiso porque sabía que era eterno. Su carne quizás no, pero sí los hombres como él. Hurguen en cada siglo: allí está Octavio.
Comerse el mundo y vivir bailando es algo de muchos siglos.
Con tres Octavios yo habría invadido Estados Unidos en 1909 y le abría arrebatado a los gringos sus tierras, de El Paso a Nueva York.
***
Busco en Google: algunas notas breves sobre Octavio Páez Chavira en los últimos meses. Gira de despedida: Que donó tres mil discos a la Escuela de Música de Chihuahua, y una colección de revistas y periódicos del primer tramo del Siglo XX a la Universidad.
Le pregunto a un amigo de Octavio cuántos libros escribió. “Unos los firmó con su nombre y allí están. Otros los firmaba con el nombre de las novias o las esposas”. Esa es la respuesta. Le creo porque me consta de uno extraordinario, de cuentos de la Revolución, que firmó con el nombre de una enamorada.
Llego al aeropuerto. Cae la tarde y el cielo de Chihuahua, mi Chihuahua, se vuelve rojo.
Una prima me contó que esta misma mañana, cuando le escogía un saco a Octavio para su presentación en sociedad –su velorio–, le encontró dos piezas de ropa interior femenina en una solapa. Nos reímos a carcajadas frente al féretro y a algunos les pareció que lo irrespetamos. Nos salimos a seguir con nuestra risa.
Llega mi avión. Mientras levanto los 10 libros que me regalaron a mi llegada a la ciudad, siento tristeza por todos los que lo lloran, incluyendo mi padre, Don Aure, quien no pudo viajar de Texas a Chihuahua. Siento tristeza, también, por mi buen tío Octavio, a quien quise, quiero y admiraré siempre.
Veo por la ventana: es Chihuahua, hermosa, con sus cerros y sus nubes.
Ahora me siento orgulloso y feliz porque sé perfectamente que Octavio tomó la decisión que yo habría tomado: mejor unos meses más con su misma vida, que un año asustado, esperando la muerte entre hospitales y dietas sin grasas ni carbohidratos.
Querido maestro: su obituario genial destila vida. Tuve la fortuna de conocer a Octavio. Comparto plenamente todo lo que usted, con estilo magistral -profundo y noble sentimiento- escribe. Mis condolencias sinceras. Gracias por este bellísimo testimonio de gratitud, amor a la vida y esperanza.
Su amigo que lo admira
Jaime
Alejandro, unirme a tu duelo es obligado, yo no conoci a don octavio, pero bien lo dices “tres de esos” y los viles temblarian. leerte es urgarse en el propio corazon y descubrir lo que nos une, Ale morirse “un poco” al lado de estos seres, es homenajear a lo mejor de la vida… y descubrir escribanos como tu es encontrar uno de los mas valiosos tesoros, un abrazo.
PD: mi padre muerto hace meses y Octavio, me unen a ti y a mi muerte. saludos en vida, que gusto la vida !
antonio molina . queretaro
Felicidades, Ya me había platicado Rebeca de usted y lo conocí en el funeral de su tío, Le comento que soy el afortunado el día de hoy, de ser pareja de Rebeca y mis respetos para tan fina mujer, casi no tuve la oportunidad de platicar mas tiempo con usted, pero le doy mis mas sinceras felicitaciones por sus libros y sus logros profesionales ! ENHORABUENA!
Y Octavio se fue, se fue lleno de satisfacciones logradas y con una experiencia bárbara de la vida.
Creo que así deberíamos ser todos. Irnos con todo lo que juntamos, no material sino vivencias, alegrías y tristezas que nos hicieron crecer y ser mejores cada día.
Triste estoy por haber conocido tu blog apenas hasta hoy, pero contenta más por que sin conocer tu blog, conocía tus letras.
Realmente Día Siete se va, al igual que Octavio?. De hecho ahí fue donde te descubrí.
Saludos!
Y si, creo que es mejor dejar sin correo, el spam llega por montones.
Es de María Griver ese trozo de canción?
Sinceramente, me ha sorprendido y encantado a partes iguales